¿Cuánto material autobiográfico existe en una novela?
O en cualquier obra de ficción, sería la pregunta completa. Emmanuel Carrѐre, escritor francés de 64 años de edad, se ha puesto de moda recientemente por dos razones importantes: por ganar hace unos días el premio Princesa de Asturias −es un gran novelista− que concede un grupo de expertos que analizan la obra literaria de muchos escritores; y también, por su decisión tomada hace algunos años de escribir con todo apego a la realidad los pasajes de sus novelas, incluyendo los nombres verdaderos de sus personajes que habían sido inspirados en personas reales. Esto, de paso, le ha generado un problema legal con su exesposa, porque cuando estaba casado con el escritor y conociendo como se las gastaba él le hizo firmar un convenio en el que la novela en la que apareciera el nombre de ella debía ser leída y autorizada por la mujer antes de su publicación. Carrѐre, con ese rasgo de psicopatía que debe tener todo buen escritor, dio a revisar el “manuscrito” de su más reciente novela llamada Yoga a ella, pero publicó otra versión no revisada. En la versión que se editó se habla de esa mujer con absoluta claridad, dando los detalles más íntimos de la conducta de su expareja, incluyendo las mayores intimidades sexuales y sin cambiar el nombre propio. El conflicto ha entrado en ese terreno que tanto fascina a los franceses: el vodevil, el material ideal para una obra de boulevard. Y de paso, una abundante publicidad acerca de esa novela, lo cual asegura ampliamente sus ventas.
Al margen de este escándalo mediático y que no disgustará para nada a sus editores, Carrѐre plantea un tema importante para los autores de novelas y también, desde luego, para los lectores. ¿Estoy leyendo acerca de la vida del autor de este libro? ¿Es una autobiografía disimulada? ¿Cuánto del pensamiento, de las ideas, de la vida personal del novelista está descrito en esta novela? La respuesta es relativamente fácil: todo y nada. Es decir, un escritor está jugado en toda su obra, de eso no hay duda; a la vez, ha tomado elementos de otras realidades, incluyendo pasajes y personas. Entonces, hace como que es él o ella, sobre todo si su historia está escrita en primera persona, pero lo que el lector no sabe a ciencia cierta, es que el narrador en primera persona puede estar contando una historia que no es la suya pero que por necesidades de realismo o convicción la cuenta como propia.
Existen casos clásicos de estas situaciones ambiguas. Una de las más famosas es En busca del tiempo perdido, esas siete novelas que son una sola en siete volúmenes, narrada (s) en primera persona y cuyo personaje lleva el nombre de Marcel. ¿Su autor? Marcel Proust. ¿Nos ha contado Proust su propia vida a lo largo de 3,500 páginas rematando con un ensayo literario en el séptimo volumen El tiempo recobrado? Otra vez sí y no, porque Proust, si algo poseía era una enorme imaginación que le permitía un uso de recursos literarios que hacían de su relato una obra artística. No sólo nos está contando la vida de la sociedad de eso que se ha llamado la bella época, sino que la está recreando. Nunca sabremos cuanto de lo que nos cuenta sucedió en realidad y desde luego que las hermosas imágenes, las metáforas, las segundas metáforas, las digresiones, el ritmo, la cadencia de su prosa sólo sucedieron en la mente de Proust, quien tuvo la gracia de asentarlo todo en el papel.
Otro caso aún más evidente es el de Henry Miller. El personaje principal y narrador de los Trópicos (Trópico de cáncer y Trópico de capricornio) se llama Henry Miller y nos cuenta sus grandes desventuras vividas como paria en una ciudad a la que no pertenece; también habla de su enamoramiento y de su enorme vocación por escribir. ¿Por escribir qué? Ni más ni menos que las novelas que estamos leyendo (¡).
Pareciera que el escritor disfrutara de esa confusión que su texto generará en sus lectores; es parte de su placer al crearlo. Se sabe mentiroso profesional tratando de convencer a otros de que dice la verdad y publicando algo que sabe que se tomará como mentira: una novela.
Siguen los ejemplos: Charles Bukowsi. Si sabemos algo de la vida de este escritor la encontramos del todo semejante a la del personaje de sus novelas y relatos: igual de amoral, misógino, alcohólico y siempre crítico de la sociedad en la que le toco vivir. Sí, con la salvedad de que el personaje de su narrativa no se llama como él, se llama Henry Chinaski. ¿A quien creerle? ¿A Bukowski o a Chinaski? Bukowski, la persona, llega a las entrevistas de televisión cuando ya es reconocido con una botella de vino que toma a tragos lentos durante el interrogatorio, se emborracha y abandona el estudio cuando se harta dejando al entrevistador con cara de sorpresa por no saber qué hacer. La entrevista es todavía en vivo. Chinaski abandona un trabajo que lo harta para meterse en su departamento durante la mañana y beber hasta la embriaguez sin que le importe perder el empleo. ¿Quién es el escritor, quién el personaje? En esa confusión navegamos sus lectores, que son muchos y que no podemos dejar de leer esos libros y disfrutarlos porque alguien se atreve a hacer algo que muchos desearíamos.
Un ejemplo más sería Coetzee. Anuncia que ha escrito su autobiografía y entrega tres volúmenes al respecto: Infancia, Juventud y Verano. Él los ha escrito. ¡Y los escribe en tercera persona! ¿Cómo creerle? Para colmo, en el tercer volumen, Verano, el escritor llamado John M. Coetzee, de quien se habla, está ya muerto y son cinco personajes que lo conocieron quienes hablan de él. Coetzee llama a este “género” autrebiography, especie de “autobiografía de otro”.
Me gusta el juego. Escribí un primer volumen de autrebiography llamado La memoria ofendida. Durante su presentación una amiga cercana me dijo: “¡Claro que es tu biografía!” No la desmentí, tampoco se lo confirmé. Me hice el interesante, la dejé con la duda. Hoy vuelvo a las andadas y se publica un segundo volumen de esa autrebiography mía llamada Memoria en ruinas. Espero ansioso el comentario de mi amiga: “Sí, claro, es otra parte de tu autobiografía” Con más gusto me reservo el derecho de sacarla de la duda.
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