Escritura y libertad: crónica del disparate (I)
Para cometer disparates se necesitan dos, al menos en algunas novelas: Don Quijote y Sancho, Bouvard y Pecouchet, los asesinos de José K., los ayudantes de K., Mercier y Camier.
Los personajes del disparate son humoristas involuntarios, están pensando en una cosa y hacen otra, o hacen la que pensaron y se comportan de manera ridícula. Del choque de esas dos fuerzas surge la extravagancia, y la risa puede aparecer por el encuentro de dos fenómenos con bajas probabilidades de cruzarse, de acuerdo con la teoría del chiste de Freud.
Pero la búsqueda consciente del disparate tiene que ver con la búsqueda de la libertad, al menos, de la libertad que proporciona escribir. Cualquier escritor, en su largo aprendizaje, estudiará a quienes le precedieron en su arte; al principio los verá como estrellas lejanas, tal vez le despierten envidia, pero un día, en algún momento, deseará no haberlos leído nunca. Quiere escribir como quiere y hacerlo todos los días. Se ama la libertad o al menos su idea, o se fantasea con ella. O se desea. Y como la ocasión la pintan calva, la escritura (el arte en general) se nos presenta como la gran ocasión. Pero todo está escrito ya. A qué intentarlo de nuevo. Allí surge ese chispazo de que las cosas, aún en la ficción, podrían no ser como se esperaba. Los personajes tienen buenos modales en el momento en que acuden a cometer un asesinato, consultan un paraguas acerca del camino a seguir, construyen un laboratorio en una casa de campo, aunque no sepan nada de química y el laboratorio termine volando en pedazos, persiguen a una niña sólo para hacerle compañía pero, sobre todo, para recordarle que está soñando, fundan una nueva corriente filosófica, la Patafísica, y fundan un reino, el de Ubu Rey. Todo está permitido en el mundo del disparate, que es el mundo de la libertad casi absoluta.
Por lo general reímos con las simplezas de Sancho, pero el que resulta patéticamente ridículo es Don Quijote, tanto, que por él sentimos lástima. ¿Nos indicaría eso que la locura es más ridícula que la tontería? ¿De qué estamos hechos?
Algunos ejemplos me son especialmente interesantes.
Los asesinos de José K.
En El proceso, de Franz Kafka, “dos hombres llegaron al piso de K., con levita, pálidos y gruesos, y con sombreros de copa en apariencia inamovibles. Tras algunos pequeños cumplidos ante la puerta del piso, por ver quién pasaba primero, los mismos cumplidos, ampliados, se repitieron ante la puerta de K”. (El personaje comenzó llamándose José K., en la novela; después fue simplemente K.). Esos señores educados y amables han ido no sólo para aprehender a K., sino para matarlo. Estamos en el último capítulo de la novela; al principio fueron otros a apresarlo. K. reflexiona: “Me envían viejos actores de segunda”. Y más adelante se dirá: “Tal vez son tenores, pensó al ver su pesada sotabarba.” En el camino que cruzan desde el departamento hasta la pequeña cantera donde lo ejecutarán hay una dramática comicidad en la manera en que uno imagina su marcha: le han sujetado los brazos de modo que se mueven como una sola pieza los tres. No dicen palabra alguna y vuelven a tener actos ceremoniales antes de llevar a cabo su trabajo:
Tras intercambiar algunas cortesías sobre quién tenía que realizar las siguientes tareas (al parecer se les habían encomendado aquellas tareas indistintamente) uno de ellos se acercó a K. y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa.
Los buenos (tal vez no tan buenos) modales continuaron cuando sentaron a K. en el suelo, le hicieron doblar la cabeza y colocarse en una posición que supusieron conveniente para el degüello; tomaron el cuchillo de carnicero, afilado por los dos lados, para concluir su siniestro trabajo y: “Otra vez comenzaron aquellas repulsivas cortesías, uno alargó el cuchillo al otro, por encima de K., y el otro volvió a alargárselo por encima”. Por si no fuera suficiente con acuchillarlo, Kafka no pierde la oportunidad de refrendar lo grotesco en la muerte de K: tras clavarle el arma en el corazón, lo hacen girar dos veces.
Con ojos que se quebraban, K. vio aún cómo, cerca de su rostro, aquellos señores, mejilla con mejilla, observaban la decisión. ‘¡Cómo un perro!’ dijo. Fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo.
La esencia de lo que estoy llamando “disparate” en la literatura es esa escena consciente para el escritor (a diferencia de la génesis del chiste, que se forma con material inconsciente), de suyo cómica: dos hombres, antes nos ha dicho que gordos, juntan sus mejillas para ver cómo muere un tercero; y ese tercero capta, cómo última imagen del mundo que abandona, a dos gordos, mejilla con mejilla, que lo miran morir. Grotesco, sería la palabra más justa para calificar la situación.
Los ayudantes de K.
El descubrimiento estaba hecho. La tragedia, la muerte por asesinato, la persecución, el absurdo de los trámites burocráticos, el adulterio, el laberinto interminable de las explicaciones de lo inexplicable, el horror de la vida cotidiana, el sinsentido de la vida, todo ello, tiene su lado cómico; o grotesco, sería mejor decir.
Los ayudantes de K., de la novela El castillo, del mismo Kafka, son dos personajes que aparecen de una manera incierta y pendulan a lo largo de una buena parte del relato. No se requieren para trabajo alguno, más bien estorban, son ayudantes que no ayudan y, para colmo, uno de ellos seduce a la amante de K. En su primera mención, el narrador nos los presenta con seguridad: “Mis ayudantes llegarán mañana con mis instrumentos” .Un poco más adelante, se les nombra por segunda vez: “Pronto llegarán mis ayudantes, ¿Podrían alojarlos aquí?” . Después, aparecen de manera espontánea por un camino que desciende del castillo y con una descripción como si el personaje los viera por primera vez: “Por el lado del castillo venían dos jóvenes de estatura media, los dos muy esbeltos, con trajes estrechos, y muy parecidos entre sí” (y muy parecidos a Barnabas, uno de los mensajeros del castillo). “El color de su rostro era de un pardo oscuro, con el que contrastaba, sin embargo, su barba puntiaguda, por su especial negrura”. ¿Está hablando el autor de los mismos ayudantes que esperaba? ¿Son otros a los que no conocía y que le imponen desde el castillo? Nunca se aclara este punto, pero de allí en adelante, K. muestra titubeos sobre el reconocimiento de los dos hombres. K. indaga páginas después:
‘¿Quiénes sois?’, preguntó, mirándolos sucesivamente. ´Vuestros ayudantes´, respondieron. ´Son los ayudantes´, confirmó en voz baja el posadero. ´¿Cómo?´, preguntó K. ´¿Sois mis antiguos ayudantes, a los que he hecho venir y a los que aguardo?´ Respondieron afirmativamente.
¿No los reconocía, a pesar de que ya habían trabajado para él? Para confundirnos aún más, K. sostiene una conversación con alguien del castillo, quien le dice:
‘Los ayudantes se llaman’ (hubo una pequeña pausa, evidentemente estaba preguntando los nombres a otro) ‘Artur y Jeremías.’ ‘Esos son los nuevos ayudantes’, dijo K. ‘No, son los antiguos.’ ‘Son los nuevos; yo soy el antiguo, y he llegado hoy siguiendo al señor agrimensor.’ ‘No’, le gritaron entonces. ‘Entonces ¿quién soy yo?’, preguntó K. […]: ‘Eres el antiguo ayudante’.
Los ayudantes no dejan de tener un aire cómico: brincan, hacen gestos cuando no deben, son inmaduros, chillan, lloran si se les excluye de la acción o si K. pretende correrlos. Son niños con un toque de perversidad. Se convierten en verdaderos tábanos que no dejan de molestar a K. Cuando K. no los aguanta más y quiere echarlos al patio de la escuela a donde ha ido a trabajar como bedel, los ayudantes se sorprenden:
¡Fuera! (había ordenado K.). Estupefactos por aquella orden inesperada, la obedecieron, pero cuando K. cerró tras ellos la puerta, quisieron volver, y se pusieron a gimotear y a dar golpes en la puerta.
K. está abrumado por su presencia, no los soporta, pero el narrador, en todo momento, nos recordará que se trata de dos personas ridículas. Y Kafka retoma una imagen que conocimos en El proceso” (escrita entre 1914-1916) y nos la muestra en esta novela de 1920:
… y luego señaló también a los ayudantes, que estaban mutuamente abrazados, mejilla contra mejilla, y sonriendo, no se sabía si humilde o burlonamente .
La presencia de los ayudantes es incierta, inexplicable, toda vez que ni siquiera K. está seguro de que él haya sido contratado por el personal del castillo; es decir, la presencia de los ayudantes es, todo el tiempo, ominosa: Kafka se ocupa, con toda malicia literaria, de mencionar que los ayudantes fueron enviado por Klamm, un personaje siniestro que representa la autoridad del castillo.
Mientras que K. está dirimiendo el problema de mayor complejidad que la vida le ha presentado (establecer contacto con los administradores del castillo condal, comprobar que en realidad le ha sido ofrecido el trabajo de agrimensor, saber si, como parece, ha encontrado al amor de su vida Frieda), los ayudantes no paran sus juegos: brincan, ríen, simulan que lloran, se repegan asustados tras Barnabas cuando son regañados. ¿Alguien puede tomarlos en serio? ¿Alguien puede tomar en serio la vida desde su mirada? Y sin embargo, la novela es todo menos una novela cómica y más bien tiene que ver con la peor angustia del ser humano: estar vivo y no encontrar sentido a la existencia.
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