Escritura y libertad: crónica del disparate (II)

Escribo para ser más libre. Escribo para imaginar lo que no he vivido, para vivirlo de otra manera. También escribo para denunciar, para señalar, para que mi voz, normalmente silenciosa, sea escuchada. A veces escribo para divertirme, para volver interesante la vida diaria.

En una entrega anterior habíamos sostenido que el disparate es un ejercicio pleno de la libertad, de la libertad al escribir. Ya mencionamos a los ayudantes de K en la novela El castillo, de Franz Kafka. Ocupémonos ahora de otros autores y otros personajes.

                                   

                             Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert.

Bouvard y Pécuchet son dos copistas, actividad correspondiente a dos modestos burócratas en la época en que ocurre la acción: 1839. Contaban con sueldos apenas suficientes para vivir el día a día y una jubilación que les permitirá vivir sin mayores sobresaltos el resto de su vida. Pero ser copista resultaba, sobre todo, aburrido. Cuando se conocen, llama su atención una serie de coincidencias: el mismo oficio, la misma edad, las mismas fantasías. Acuden a museos y se preguntan sobre el arte, se inscriben en un curso de árabe, sueñan con no trabajar y adquirir conocimientos que desdeñaron en su juventud o bien que nunca tuvieron la oportunidad de adquirir. Sucede el milagro: uno de ellos, Bouvard, hereda. Propone a Pécuchet dejar el trabajo y retirarse al campo. Péuchet acepta pero posee aún ese valor moral casi olvidado en nuestro tiempo, la dignidad, y pone como condición esperar dos años más a su jubilación, con la finalidad de no vivir de la herencia de Bouvard. Quedan de acuerdo, esperan el tiempo necesario y, cumplido el plazo, comienzan la vida más disparatada y esperpéntica imaginada, muy bien aderezada con barruntos de normalidad: compran una propiedad en el campo, crían animales que mueren pronto, siembran y las cosechas se pudren. Montan un laboratorio de química (ahora les dio por los experimentos) y vuelan media propiedad. Durante toda la novela, desde los inicios del viaje de cada uno por separado hacia la nueva casa adquirida, el autor libra una batalla por la verosimilitud de las situaciones que viven sus personajes y los disparates en los que se ven envueltos. No podemos olvidar que es la última novela que escribió Flaubert, que a esas alturas gozaba de amplios reconocimientos de la comunidad literaria en Francia, que era reputado como uno de los padres de la novela realista y no era cosa de dejarse llevar por la extravagancia: consultó libros de botánica, de química y de cuantos temas abordaban sus chiflados protagonistas y él, Flaubert, humilde seguidor de sus tipos creados, acompañó sus ocurrencias como lo hiciera con Emma Bovary. Uno de los credos de la novela realista era la autonomía de los personajes y su supervivencia más allá de la vida de su creador. En una carta a Louise Colet escribe: “Lo que me hace avanzar tan despacio es que nada en este libro (‘Madame Bovary’) está sacado de mí mismo; nunca me habrá sido más inútil mi personalidad”. En otra carta a su amante, mucho antes de iniciar la redacción de Bouvard y Pécuchet, tenía trazada ya su preceptiva: “[…] ¿cómo no pensar que debe llegarse al fin, a fuerza de estudio, de tiempo, de rabia, de sacrificios de toda especie, a hacer algo bueno?” Bouvard y Pécuchet  hacen lo que quieren. Hacen tonterías, son antihéroes, podrían impacientar a cualquiera, incluyendo a su creador: “Bouvard y Pécuchet me llenan a tal punto que me he convertido en ellos. Su estúpidez es mía, y eso me hace rabiar.”

 

Mercier y Camier, de Samuel Beckett.

Descendientes directos de Bouvard y Pécuchet, Mercier y Camier son los personajes de la primera novela que escribió Samuel Beckett en francés y que lleva el nombre de sus protagonistas. Como ocurre en este género de narraciones no conocemos nada de la vida anterior de ellos, anterior al relato mismo; aparecen de la nada con una naturalidad que acaba de una vez con esa costumbre del pensamiento que es hacer historia, conocer orígenes, saber antecedentes y llenarse de lugares comunes. Es lo que en términos académicos se llama iniciar un relato in media res. En mi caso personal es casi inadmisible: como médico, aprendí con un hierro candente que nada puede saberse de alguien sin conocer su historia, la Historia Clínica, ni más ni menos. Pero allí está el gran escritor haciendo la propuesta que menos se espera: Mercier y Camier están allí, son, existen, sin necesidad de explicarse. Y nos espera algo peor: planean un viaje mítico cuyo destino nunca queda claro y que jamás llegan a realizar. Entre tanto, sobreviven. Tan incierto es el lugar al que quieren dirigirse que la primera noche, en medio de la lluvia, le “preguntan” a su paraguas cuál debe ser su dirección: “Lancemos nuestro paraguas al aire, dijo Mercier. Caerá de determinada manera, siguiendo leyes que ignoramos. No tendremos más que movernos en el eje indicado. El paraguas respondió. A la izquierda…”

En efecto, a raíz de la respuesta que creen obtener, deciden la dirección de su camino, pero el paraguas se descompone a raíz del azotón que le dieron en el suelo y en adelante deberán soportar la torrencial lluvia sin él.

Hablan de manera extravagante: “¿Y si nos sentaríamos? Eso me ha dejado lelo. Quieres decir si nos sentáramos, dijo Mercier. Quiero decir si nos sentaríamos, dijo Camier. Sentaríamonos, dijo Mercier.”

Creíamos que sólo los personajes se comportan o piensan de esa manera, pero el narrador (otro personaje al fin), también nos gasta pequeñas bromas. “Mercier se detuvo, lo que obligó a Camier a detenerse. Si Mercier no se hubiera detenido, tampoco Camier lo hubiese hecho. Pero, habiéndose detenido Mercier, Camier tuvo que detenerse a su vez.”

No estamos frente a una obra deliberadamente cómica. En el mismo tono se nos referirá una tragedia: el asesinato de un policía a manos de los personajes principales: “Mercier recogió la porra y golpeó el cráneo cubierto  (antes, Camier ha golpeado al policía con la porra y le ha cubierto la cabeza), con un solo golpe, moderado y atento, uno solo. Parece un huevo duro, dijo. Quién sabe, se extasió,  puede que haya sido éste el que ha acabado con él. Tiró la porra y alcanzó a Camier, a quien tomó del brazo. Vamos tranquilamente, dijo Mercier.”

Nos recuerdan de pronto a los ayudantes de K. Se proponen hacer una actividad formal, seria, pero, como los payasos de circo, se tropiezan con cualquier objeto. Y como los asesinos de José K. se mueven al unísono, caminan al parejo: “Incluso juntos, dijo Mercier, como ahora, los brazos unidos uno con el otro, las manos enlazadas, las piernas al paso, suceden a cada instante más cosas de las que podría contener un libro de gran tamaño, dos gruesos volúmenes, el tuyo y el mío.”

Nunca hemos sabido en qué ciudad se encuentran, a dónde quieren dirigirse, por qué quieren viajar, ellos mismos lo ignoran, aunque consideran que es la actividad más importante de su vida. En una de sus vueltas sin sentido, parecen unos simples paseadores de la noche: “Demos media vuelta, dijo Mercier. Esta calle es un encanto. Huele a burdel.”

Terminarán como comenzaron: sin salir de su ciudad y sin llegar a parte alguna. Reflexionan acerca de las razones por las que nunca hicieron el viaje, sin que parezca importarles demasiado y sin que abandonen del todo el proyecto: todo un dislate. Esperan, igual que los futuros personajes de Beckett de Esperando a Godot. Esperas absurdas, sin sentido, cómicas involuntarias, disparatadas de cualquier modo, y que, como un oxímoron, le dan sentido a la vida de los personajes.

RELACIÓN ENTRE EL DISPARATE Y LA LIBERTAD

Cuando se piensa en esos personajes disparatados y a las situaciones que enfrentan, lo que nos conmueve son no sólo las situaciones ridículas en que pueden encontrarse de manera involuntaria; lo que en el fondo de nuestro corazón nos arrebata de ellos es su decidida apuesta por la libertad. Vaya tema complejo al que se llega por la vía del disparate. Porque se necesita vivirse muy libre para lanzarse al sinsentido de la acción, a la aventura en su concepto más infantil y trascendente. Ni Bouvard, ni Pecouchet, ni Mercier ni Camier, ni Don Quijote ni Sancho saben a ciencia cierta a dónde se dirigen y a nosotros tampoco nos queda claro a qué van. Sólo entendemos que han hecho un pacto para rechazar el confort burgués que su biografía les pintaba. Hay en su imaginario un vago beneficio material: dinero, poder (gobernar una ínsula no es cualquier cosa), cumplir las funciones de sicarios a cambio de una paga (como los personajes de Kafka), todo ello apuntaría a una ilusión de bienestar, de cambiar una suerte y de disfrutar de beneficios tangibles. Ése suele ser el error de los que se dedican al crimen organizado y el que cometen muchos adolescentes pobres para incorporarse al cartel de un mafioso. Quieren dinero para tener lo que nunca en su vida de miserables han tenido: diversos teléfonos celulares, una casa lujosa, varios automóviles. Morirán jóvenes, nadie se los dice, pero el deseo de salir de la propia jodidez es el motor que los impulsa. Los personajes de las novelas mencionadas están filtrados a través del alambique del trabajador intelectual, es decir, están idealizados. Por tanto, no pueden mostrarse como unos chatos sirvientes que buscan mayor comodidad en sus vidas. En realidad, son utilizados por el autor para cumplir con ese anhelo de ser libres que —cualquiera lo sabe— no habrá manera de realizar en la vida real. En el fondo, sus personajes son sus sicarios. Un ejemplo inmejorable, no en el campo de las letras sino del cine, son Los hermanos Marx. Dinamitan las instituciones, se burlan de ellas, seducen a las esposas decentes, pisotean la elegante sala de la rectoría cuando los confunden con el Rector. Harpo Marx recapitulan el deseo de Mercier y Camier por irse, por no tener freno, por encontrar la felicidad donde otros sólo entienden de obligaciones. Groucho trata de fajarse a la esposa del Rector; Harpo camina sobre la fina tela del sofá de la oficina una vez que los otros dos desaparecen. Chico, por su parte, pretende (en el sentido del verbo inglés, to pretend, engañar) ser un gran jugador de futbol americano que se cuela subrepticiamente en las filas del equipo universitario: toda la grandeza, todos los valores, todo aquello en lo que cree el Imperio han sido desfondados por tres locos (zepo no aparece en esta película) con una sola idea compartida por los tres: divertirse, ser “felices”, ser libres.

Por supuesto, Don Quijote y Sancho y Bouvard y Pécuchet pretenden lo mismo. Se disfrazan de ingenuos, de tontos, que es el papel que mejor les va. Pero detrás de ellos está un autor que detesta su condición pequeño burguesa o la de los demás, si él no la posee, que ha pasado buena parte de su vida escuchando mentiras solemnes, mistificaciones ambiguas, que sabe, aunque no sabe que lo sabe, que lo que el otro dice, sobre todo si es un líder de opinión, no tiene mucho que ver con lo que el líder piensa y con lo que al final desea. Su ofrecimiento pasa por el burdo disfraz de la aporía, que se apoya en el maravilloso futuro que llegara cuando… y aquí el alma de la pieza oratoria.

Esos personajes no son intelectuales. Ni siquiera sé si estoy haciendo comparaciones justas. Se trata, más bien, de gritos en medio de la noche cristiana, la del deber ser, la de los buenos modales. Es, también, la rebeldía del adolescente que mira ante sí la vida que le ofrecen los padres, su cuadratura y su profundo aburrimiento por el resto de sus días. Seducir a la esposa del rector (nada atractiva, por lo demás), matar un policía con la porra del propio policía y cubrirle la cabeza para darle el último golpe, recorrer caminos para enderezar entuertos y hacer justicia abstracta parecen labores de locos, aunque pudieran ser tan sólo las acciones de los desesperados. La pregunta fundamental parecería ser: ¿qué prefieres, ser el jefe del Departamento de Administración de Credenciales o partir? Algunos héroes eligen esto último.

Es ésa la intención del disparate. La libertad ciega, atolondrada, sin sentido. ¿Podemos dar esa categoría a los asesinos de José K.? Cuesta trabajo hacerlo, son personajes menores, sólo aparecen al final de la novela, cumplen una función mezquina, demasiado homenaje para tan poca cosa. Y, sin embargo, Kafka lo hizo. Pudo ubicarlos en la categoría de los simples sicarios, aunque los ilumina con ese pequeño gran gesto de humorismo que todo lo trastoca: son ridículos, cometen disparates.

Ante la enorme admiración que siento por los personajes del disparate, he escrito una novela con dos de ellos, al menos con dos inspirados en personajes así; inclusive, deformé un poco los nombres, pero los tomé de allí; los míos se llaman Marcelo y Carmelo. La novela, Los ácratas. Aspiro, con justificada modestia, a que mis Marcelo y Carmelo ingresen a la familia de esos gigantes de la literatura. Por lo pronto, la novela ganó un premio.

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