¿Existe una receta infalible para escribir una novela?
Los libros de “Hágalo usted mismo” suelen proponernos métodos “infalibles” para escribir una novela y ven el género como “un producto” a venderse con cierta facilidad si uno sigue fielmente la receta. No me gusta la idea de rebajar a ese grado el arte de escribir, pero hay que reconocer que cualquier escritor acaba convenciéndose ante la idea de formular un plan para escribir una novela. El método puede ser tan variado como autores existen o han existido. Los hay quienes tienen una idea muy vaga de lo que quieren contar, pero han imaginado claramente a su o sus personajes y les construyen una historia. Esa impresión nos da la novela “Crimen y Castigo”, aunque estamos suponiendo. O los que toman a la ciudad (cualquier ciudad) como el personaje de su texto y crean, por así decirlo, una obra polifónica cuyos temas se van alternando. Pensemos en el autor norteamericano John Dos Pasos y su trilogía “USA”. Algún estudioso llegó a contar hasta cien personajes de ese libro que son tres novelas. O recordemos a nuestro Carlos Fuentes y su famosa obra, “La región más transparente”, cuyo protagonista es la Ciudad de México. Existen escritores que declaran haber tenido una idea, quisieron escribir un cuento con ella y la historia se alargó hasta convertirse en una novela. Y los hay quienes dicen que en algún momento de su escritura sus personajes adquirieron tal autonomía que se salieron de control y vivieron su propia aventura. En el fondo, creo que todos estamos tratando de explicar algo que difícilmente tiene una explicación clara. Se comienza con una idea, pero no se sabe en su totalidad lo que puede resultar.
Así que daré un ejemplo personal porque es el que más puede constarme. Mi novela se llama Los ácratas. Se desarrolla por allí de los primeros años del 2000, en el apogeo de la fiesta panista. ¿No se ha escrito en repetidas ocasiones que las novelas tratan, sobre todo, de las pasiones humanas? ¿No se ha extendido esta afirmación a toda la literatura, incluyendo las obras de teatro y la poesía? Claro que sí. ¿Cuál era esa misteriosa emoción que movía todos mis resortes vocacionales de la escritura, si los tengo, y que hacían irrefrenable el impulso de escribir? La indignación. Es un hermoso sentimiento, no cabe la menor duda; quiere decir, ni más ni menos, que estaba ofendido porque alguien había atentado contra mi dignidad. El sentimiento provenía de la lectura de los periódicos y de las revistas de un país latinoamericano, mi país, México, en los que literalmente, a diario aparecían noticias que tenían que ver con la aporía. Para quien no lo recuerde, la palabra aporía hace referencia al discurso falso a sabiendas, por parte de quien lo emite, de que es falso. ¿Y qué escondían esos discursos? El deterioro de una clase, la clase política que tiene que ver con la corrupción, con la impunidad ante un delito, con el latrocinio del funcionario en turno, con unas elecciones trucadas y fraudulentas, con fallos imbéciles de una suprema corte de justicia desviada de su intención original, con la miseria de la mayoría de la población acompañada de los discursos más cínicos, huecos, carentes de la menor lógica, abusivos y, por los años que tengo de escucharlos, aburridos. Un medio de transporte urbano repleto de miserables campesinos expulsados de sus comunidades por el hambre sufrida por siglos, para venir a sufrir hambre en la ciudad gigantesca y, antes que morir por ello, engrosar los ejércitos del crimen organizado y en tanto, el discurso político con su sonsonete. No me interesaba hacer una novela política, ni convertirme en un luchador social. Pero cualquiera que sea la construcción arquitectónica de la ideología política que uno pretenda detentar, la vida en las grandes ciudades (y en el campo y en los pueblitos) de los países latinoamericanos es repugnante y causa indignación por injusta, por inequitativa, por estúpida, por atropellada, por sin esperanza. ¿Quieren que me indigne más? Creo que con eso basta.
Ese era el caldo de cultivo para injertar en él una historia. O dicho con más elegancia: es la vieja idea del compromiso sartreano; es un compromiso con las ideas y con la posición que se tiene ante la realidad. Pero es un compromiso, sobre todo, con escribir lo mejor posible lo que se escribe.
El segundo elemento y que disparó todo el proceso de escritura fue una “escena primaria”. En un texto anterior hablé de ello. Al llamarlo “escena” es claro que me refiero a una impresión visual, pero el hecho puede dispararse también por un recuerdo, una melodía, etcétera. La escena, pues, fue la siguiente: recorriendo la ciudad de México, sin que pueda recordar con exactitud el motivo, quedé atrapado en el tráfico de una calle estrecha del centro de la capital. En ese tiempo, la calle desembocaba en la antigua Central de Abasto; delante de mí quedó un camión de carga con una caja repleta de productos del campo. Nos detuvimos porque en ese camión, justo delante de mí, se daba el fenómeno habitual, normal, cotidiano e indiscutible del espíritu de nuestro contrato social: la mordida. Subió al andén del camión un policía de panza magna, se echó la gorra para atrás, sonrió al chofer a quien apenas alcanzaba yo a ver, estiró la mano como cualquier limosnero del rumbo, recibió varios billetes enrollados, se tocó la visera de su gorra, amplió su sonrisa y bajó del andén. Podíamos continuar. Todo muy normal. La operación habrá durado uno o dos minutos. La fotografía había sido tomada.
No sé cuánto tiempo después me pregunté: ¿Qué habría pasado si el chofer del camión carguero, en lugar de sacar de su bolsa un fajo de billetes para entregar al policía, hubiera extraído un arma de fuego de buen calibre, apuntara a la frente del policía y jalara del gatillo, teniendo al otro a escasos cuarenta centímetros de distancia? ¡Allí estaba la historia-novela-argumento o como se fuera a llamar! El leit motiv. El primer esbozo del plano arquitectónico de la novela se encontraba ya reunido con unos cuantos elementos: los personajes, la emoción, la imagen. No sé en qué momento los junté y cuándo supuse que eso era una novela, pero cuando haya sido, estoy seguro de que me sentí, emocionalmente, como el gran científico ante su hallazgo, toda proporción guardada. Más bien, toda desproporción guardada. No importa el resultado, no importa la trascendencia del hallazgo, no importa la genialidad o la infinita modestia del trabajo que se está haciendo, la emoción es la misma. Ahora ¿cómo desarrollarla? Recordé un raro sistema que ignoro quién sugirió: ¿Gide? ¿Forster? Escribir el primer capítulo y el último. Después dejar fluir la historia. Tenía su lógica, al menos en esta novela mía, Los ácratas, porque en ella parecía estar muy claro el destino del o los personajes que se metían en ese berenjenal. ¿Dispararle a un policía en pleno centro de la ciudad, estando atrapado en un camión torton de seis toneladas en medio del tráfico citadino, sin el menor hueco para escapar? ¿Qué otro destino podía tener un personaje así si no sucumbir a la imposición de una justicia que podía no parecerlo tanto, pero que reunía los elementos suficientes para que el inculpado no saliera impune? Pero, además, seguí el consejo que esbocé antes: un boceto del capítulo final, que en realidad fueron dos bocetos, para después decidirme por uno. Lo demás fueron cuartillas de vericuetos que hacían ir y venir a los personajes con una autonomía desesperante, utilizando el maravilloso invento de Sterne, la digresión, pero condenados a cumplir su inevitable destino.
¿Cuál era su destino? Que el primer y el último capítulo tuvieran que ver entre sí o, dicho de otra manera, que el primer capítulo llevara inevitablemente al último.
En la próxima entrega trataré de explicarme mejor ofreciendo el comienzo, precisamente, de esa novela mía, Los ácratas.