Los Ácratas

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I

Podría tratarse de un simulacro. Los gritos, sin embargo, estridentaron los oídos de Marcelo quien, en ese momento, no podía hacer otra cosa que correr, alejarse de la multitud, buscar un escondrijo que camuflara la maniobra de cambiar sus ropas. Cerró su camisa, se colocó de nuevo su vieja levita, cubrió el resto de sus prendas de trabajo y miró el reflejo de éstas en el vidrio de un aparador; supo que nadie lo reconocería, había alcanzado su objetivo. Igual que logró la operación contraria: en el interior de la cabina telefónica, minutos antes, llevó a cabo el movimiento de despojarse de sus ropas cotidianas para ejercer su labor. Había dado un paso a la calle y levantado las manos al frente para completar la maniobra. Estaba listo para combatir el mal. No volaba, por cierto, como habría sido su gusto, ni podía observar desde la altura de una montaña la situación que guardaba el mundo, ni alcanzaría a juntar el fragmento de tierra que se desprende del continente a la altura de la falla de San Andrés, ni le rebotarían las balas en su pecho de acero —que no era de acero—, ni sería capaz de cargar a una mujer en una mano; nada más volaba con aquel artilugio inventado por su madre: la imaginación. Ella leía para que el niño durmiera por las noches, el barrio en silenciosa oscuridad, las lágrimas de ambos rodando por las mejillas tras la muerte del ruiseñor que daba su sangre para que la rosa no perdiera su color y el príncipe no muriera. El sacrificio del ave anunciaba el sometimiento de un alma buena a nombre de una causa, recordó.

¿Cómo fue? El policía se acercó con su sonrisa cómplice, trepó al estribo del camión, estiró su mano limosnera, quiso bromear desde su pequeño poder, le salió un aflautado quihubo tú, ¿otra vez por aquí?, como si no lo supiera, mientras Marcelo recordaba el procedimiento: salutación humilde, entrega de billetes, obediencia ante el regaño fingido, cierto aire confesional del policía, “ya sabes cómo es el jefe”, reacción para terminar cuanto antes pues lo seguía una larga fila de vehículos. La calle estaba pringada de mugre y basura por todos los rincones y el movimiento de decenas de personas era una cáfila que arrasaría con todo: puestos ambulantes, comercios establecidos apenas visibles, postes de luz asaltados por el enjambre de “diablitos”, el piso mojado en el que sería fácil resbalar, el olor a pudridero de los restos de verdura amontonados en las esquinas: ¡Calcuta!, recordó la exclamación de una amiga alemana que había pasado por la ciudad como un suspiro. ¿Ora no vino tu compañero?, el policía haciéndose el amigable. ¿Quién eres? Tu cara se me hace conocida, aunque no sé si ya le habías copiloteado al otro, ¿No? No, mintió Marcelo, porque se habían visto de soslayo, fingir que era el chofer sustituto para no despertar sospechas, aunque el recelo se despertaría con sólo mirarle sus ropas asupermanadas. Sin embargo, Marcelo tuvo la certeza de una revelación, un sueño que dice en su lenguaje simbólico lo que debe hacerse: en cualquier momento descubriría la patraña ese tramposo que era extorsionado por otro tramposo y así la espiral hasta perderse en el cielo, igual que el árbol gigante de Las tres habichuelas. Por eso fue diferente en esa ocasión: lo imaginó tantas veces que resultó pasmosamente similar a su plan, como si la sonrisa morena ensanchada por las parótidas alcohólicas fuera la señal buscada: ¿Jesús? ¿El Bien? ¿El inevitable ajuste de cuentas? ¿El Ángel exterminador? ¡A saber! Levantó la pistola comprada meses antes a un exmilitar y recordó las clases de tiro, el entrenamiento para soportar la patada del arma calibre 45, para uso exclusivo del ejercito, la colocación del cargador con las doce balas, capaz cada una de tumbar un caballo, su ubicación entre las piernas (calma, mi niña, ya te tocará intervenir) y la espera para que el otro se acercara. La cabeza olmeca del policía quedó a unos centímetros de la suya, después de que el hombre subió al estribo. Dijo lo que dijo (¿Qué dijo?), que de cualquier manera casi no se escuchó con el ruideral de la calle, estiró la mano de pordiosero, esperó la dádiva como diezmo, la mordida, la litle bit, si aún viviera en Estados Unidos. Tocó el metal calentado entre sus piernas, empuñó el arma ya sin seguro (¿y si se me dispara y me da en los huevos?), apuntó al centro del rostro del policía, jaló del gatillo en menos tiempo del que empleó para contárselo a Carmelo, y vio, frente a él, una mancha roja que se alejaba a toda velocidad y que explicaría porqué los forenses debieron recoger fragmentos de cráneo en un perímetro de varios metros cuando el MP autorizó el levantamiento del cadáver. Un cadáver que estaba no sólo muerto sino disperso por el pavimento y obligaba a pasar apuros para rescatar lo que un hombre carga arriba del cuello. El disparo a esa distancia convirtió aquel rostro no sólo en una flor sanguínea de estallido primaveral, sino que obligó al cuerpo —setenta y cinco kilos de peso, uno sesenta y tres de estatura, 60 por ciento de grasa, huesos, sangre, tegumentos y veintidós por ciento de carne magra— a ser lanzado varios metros más allá del torton. En cuanto el estallido rompió el murmullo de avispero de la calle, el camión quedó quieto, el motor andando, imposibilitado para moverse, no porque el disparo hubiera alertado a los demás, sino porque se trató de uno de esos acontecimientos que determinó la nueva vocación de Marcelo: la de justiciero; violento, equilibrado, paciente, tolerante, enérgico, justo; Dios, pues.

Salió del vehículo porque el congestionamiento del tráfico le haría imposible partir manejando. Corrió en medio de la muchedumbre y buscó una salida que encontró con facilidad. Podía haber puesto una bomba, volado una casa, asesinado a varias personas y el signo de los tiempos obligaría a continuar igual que la mayoría: confundidos.

Por eso estaba en lo que estaba, pensó, por eso aquel proyecto con Carmelo, porque nadie sería capaz de ofrecer una demostración incontrovertible de la verdad Aquel hombre que huye es el culpable —¡soy maratonista, señor juez, por eso corría!—, y nada resultaba mejor que tomarse la justicia por propia mano, aunque la Historia, la Filosofía del Derecho y los buenos modales dijeran lo contrario. Nadie podía estar seguro de: 1) que lo sucedido unos segundos antes —un disparo en la cara, un hoyo en la cabeza por el que se podía ver a su través, un manchón de sangre no muy extenso, pues la muerte instantánea impedía que sangrara más; 2) que el hombre que corría al principio y caminaba con naturalidad ahora, era el autor del atentado, suponiendo que hubiese existido alguno; por tanto, Marcelo dejó de preocuparse y cambió sus ropas con la calma que dijimos antes.

Tardaron en percatarse de los hechos: en lo que el policía de la otra esquina identificó el ruido como un disparo, en lo que se desplazó con su barriga frijolera hacía donde se encontraba su compañero, en lo que empujó a los curiosos que sólo hasta después de varios minutos de indiferencia comenzaron a percibir el olor a muerte y manjar de tragedia y se acercaron, sobró tiempo; suficiente para que Marcelo desapareciera, no digamos del lugar de los hechos, que es la manera correcta de expresarlo, sino de las cercanías siquiera, lo que le permitió, tras su muda de ropa, encontrarse con Carmelo en el sitio convenido. Y tiempo para espetar: ése no extorsionará de aquí en adelante. No fue una explicación satisfactoria, ni siquiera como justificación, pues Carmelo estalló, en parte por angustia, en parte por incomprensión, y le hizo gritar a un hombre que le sacaba toda la cabeza, su compañero Marcelo. No era matando a policías jodidos como corregirían la Tragedia Nacional, ellos eran extorsionados a su vez, no pensarás acabar con todos los policías de banqueta, Marcelo, y hacerte la ilusión de que así terminarás con la corrupción, ¿o sí? Marcelo se limitó a decir: fue sólo un ensayo y funcionó; ahora iremos por algo más grande.

 

El camino era largo, con razón desesperaba el chofer. La fila interminable de otros camiones, delante y detrás, hasta la Central de Abasto, le causaba desasosiego porque cada vez que llegaba a la Ciudad de México debía pasar por esa aduana inevitable. Tanto le enardecía que lo contó al cantinero; como Marcelo estaba al lado, terminaron haciendo conversación. ¿No te gustaría que eso acabara? ¡Cómo no!, pero era imposible. Se lo había dicho numerosas veces su patrón, tú dale lo que te pide y estaremos en paz; obedece y obedeció, pero el ladino patrón, tonto para lo demás, pero no para eso, tomaba parte de la paga de su empleado para dar la mordida, que no era poca, ¿como cuánto?, preguntó Marcelo y se admiró de que el trabajo diera para tanto y siguieron conversando buen número de cervezas, yo invito la otra y luego lo comentó con Carmelo y Carmelo le respondió ¿y qué puedes hacer?, ni que fueras supermán. Fue ese el momento en que se le ocurrió a Marcelo acudir con su compadre el sastre, el que vivía en Tlalcoligia, para pedirle que le hiciera un traje así y asá, con mallas y con los calzones de fuera, como los superhéroes gringos, pero Carmelo le dijo que los calzones de fuera ¡no!, ni lo pienses, ¿Te volviste loco?, esto es un asunto serio, ni que fuéramos a salir en televisión. ¿Y esa letra en el pecho?, continuó el interrogatorio Carmelo, es una A, respondió Marcelo, ya sé que es una A, pero ¿qué quiere decir y por qué tiene una raya encima?, siguió preguntando Carmelo al más puro estilo Lobo Feroz, es la inicial de Ácratas, así nos vamos a llamar, respondió Marcelo, la raya es el acento. ¡Ácratas! ¿Qué chingados quiere decir?, estalló Carmelo, los que no quieren ningún gobierno, ningún mando medio, ningún Director general, Marcelo entusiasmado, ningún Jefe de Departamento, ningún Gerente, ningún Capataz, ningún Jefe de Manzana, ningún Rector de ninguna universidad, ningún Secretario de Estado, ningún Presidente de la República, ningún Dios, ninguna Virgen de Guadalupe. ¡Cómo se te ocurre! Con la virgencita no te metas. ¿Con Dios sí?, preguntó Marcelo, con Dios sí, dijo Carmelo, pero con la Virgen no. Ningún Papa, ningún Obispo, ningún Arzolachingada. Estás orate, concluyó Carmelo. Ninguno que mande, ya le salía la voz como cantada a Marcelo, ninguno que obedezca. ¿Verdad, Carmelo, que sí puede ser? Pues claro, pero no es para que te vistas con esas fachas. Es mi ropa de trabajo, la traigo debajo de la normal. ¡Con tal de que no uses los calzones de fuera ni te pongas esas ridículas mallas! Te haré caso esta vez, Carmelo.

El chofer reapareció en la cantina porque habían quedado, yo descanso los lunes, y volvieron a hablar de la mordida, eso estaba mal y le quitaba parte de su ganancia, gimoteó el chofer, tanto que se mataba con ese trabajo, manejaba sus muchas pinches horas y tan lento si iba cargado el camión, para ganar esa miseria y todavía darle una parte al cabrón policía, siempre el mismo. Melindrosamente, Marcelo ofreció su acompañamiento para el siguiente viaje, nomás para conocer. Y después que reconociera el terreno podría actuar solo. Allí estaba su primera intervención, pensó; pedirle el camión al chofer, ofrecerle dinero, tengo que transportar una mercancía, pero si se entera mi patrón, no se va a enterar, y si sí, para subir la oferta, hasta que fue irresistible; sólo una vez te lo presto.

—Primero te acompaño en un viaje.

Marcelo tuvo tiempo de correr a la cabina de teléfono y cambiar su ropa; sólo quitarse la camisa, por lo que había dicho Carmelo de los calzones de fuera y las mallas aquellas y el regreso igual. ¡Qué orgulloso se sintió después de lo hecho! Aunque Carmelo se enojara, como siempre.

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