Ser escritor o escribir: ¿Existe tal dilema?
Con frecuencia, quien escribe pasa mucho tiempo preocupado por la pregunta: ¿Soy escritor? Porque admira a escritores, porque quiere incorporarse al selecto club de los autores que admira, porque ha leído y escrito desde que recuerda, porque ha publicado menos de lo que quisiera y porque no recibe los reconocimientos por su obra de los que cree merecer. Duda. ¿Seré escritor? Después de todo, no vive de su pluma, debe llevar a cabo otras tareas para sobrevivir o simplemente le apasionan lo otro que hace tanto como la escritura misma. Pero no le vendría mal saberse escritor profesional.
En su juventud, Gustave Flaubert rechazaba el nombramiento: llamarse escritor ―decía― era lo mismo que llamarse comerciante. Se trataba de una actividad orientada por el criterio de la venta. ¡En el siglo XIX! ¿Qué pensaría de lo que sucede en nuestro tiempo? Otro autor que renegó del “nombramiento” fue William Faulkner: “Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir yo pasé por aquí […] El artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo, menos al artista”. Prefería saberse artista y le importaba, sobre todo, escribir, más que buscar un título que podía sonar como de nobleza. “Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente aprende sólo a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos. Tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.” Dicho de otra manera, para Faulkner ―y para muchísimos más, entre los que me cuento― sólo se aprende a escribir escribiendo; verdad de perogrullo que se olvida con frecuencia. Y puesto que estamos en un concierto de citas agreguemos una más, esta vez de Sartre; rememora lo que su gran amigo pintor, Fernando (el personaje Gómez, de Los caminos de la libertad), le dijo: “Ante todo, pinto; luego, está mi familia. No me importa que Stépha (su esposa) o Tito (su hijo pequeño) se mueran de hambre; ante todo, pinto”. El filósofo francés continúa: “Eso mismo pensaba yo por aquel entonces, aunque no tuviera familia: ante todo, escribo.” Es para anonadarse al leer este pasaje. ¿Tenemos en nuestro tiempo las agallas para decir lo mismo? Algunos, sí. La mayoría, me temo que no. Yo, tendría que probarlo.
Y desde luego, existen los “escritores” que no escriben. Vila-Matas los colecciona y ha escrito un libro interesante al respecto; en Bartleby y compañía hace un recuento y anecdotario de un número muy importante de escritores que dejaron de escribir o escribieron poco por diferentes razones que enunciaron cuando fueron entrevistados. Es conocida la respuesta de Rulfo a la pregunta de por qué dejó de escribir: escribía lo que le contaba su tío Celerino; como su tío Celerino murió, él, Rulfo, ya no tuvo nada que escribir.
Finalmente se trata de eso, de escribir y quizá no tanto de ser escritor. Después de todo, es una tarea sencilla, dijo el propio Rulfo: “¿Escribir? Es muy fácil; sólo es cuestión de saber colocar en orden el sujeto, el verbo y el complemento de la oración”. Sencillo, ¿no?