Ante todo escribir y después publicar, pero, ¿dónde? ¿Cómo?
En la entrega anterior nos referimos al hecho de que escribir lleva, inevitablemente, al intento de publicar lo que se ha escrito. Eso define la condición de Escritor, según nosotros. Probablemente también según Gustave Flaubert. Para algunos estudiosos, fue Flaubert quien inventó el “oficio de escritor” Si no hubiera publicado sus textos, si se hubiera limitado a llevar un diario íntimo que después destruiría (porque existe el riesgo de encontrar, casi por accidente, lo escrito por alguien, darlo a conocer y ocasionar el reconocimiento de un genio; pregúntenle a Max Brod si no) nadie sabría de él, quizá ni siquiera nos plantearíamos a estas alturas qué es eso de “el oficio de escritor”, quizá las discusiones del tema andarían por otro lado y, sin duda, nos habríamos perdido de una de las obras capitales de la literatura occidental. Fue de tal importancia conocer lo que Flaubert escribió que lo combinamos con otros de sus textos que serían para una sola persona: sus cartas. Eso, por supuesto, nadie lo cree ahora. ¿Escribió sus cartas con esa intención, la de comunicarse y ser leído en ese género para una sola persona? Cada quien puede contestar lo que mejor le parezca, pero no hay duda de que esas cartas tenían dos primeros lectores, el remitente y el destinatario, y estoy casi seguro de que el remitente concebía la idea de ser leído por otros más. Pero, claro, esto último no puedo demostrarlo.
Supongamos que, efectivamente, escribimos y que cuando tenemos listo nuestro texto deseamos darlo a conocer. Supongamos que tenemos una buena opinión de lo escrito por nosotros mismos, hasta pensamos con orgullo que es un gran libro o un magnifico cuento. En la experiencia de muchos escritores, el paso para la publicación no es inmediato. Se han suscitado situaciones inusuales, como la del binomio Brod-Kafka que insinuamos antes. Sólo que Kafka sí habría querido publicar, lo había hecho ya, si le hubiera alcanzado la vida, que para él significaba tiempo para corregir sus textos. Pero otro caso más sorprendente es el de John Kennedy Toole. Escribió una novela, se suicidó pocos años después. Su novela se publicó por la insistencia de su madre ante un profesor de literatura y editor llamado Walker Percy. Éste relata la manera en la que trató de evitar leer ese libro bastante grueso que le presentó una mujer entrada en años; y cómo fue convenciéndose primero, maravillándose después, en su lectura. Estaba ante un libro extraordinario que había que publicar: La conjura de los necios, escrito por un joven que no había cumplido aún los cuarenta años y que había muerto en 1969.
Podríamos continuar con las preguntas: ¿De qué nos habríamos perdido si no se hubieran editado las novelas de Kakfa, la de Kennedy Toole, la última de Camus, cuyas hojas quedaron diseminadas en el sitio donde murió tras el accidente de auto?
Así que, amigo escritor, principiante, aficionado o donde te ubiques, deja de darle vueltas: si escribes, publica. Pero ¿dónde? ¿cómo? Estamos suponiendo que no te ampara una institución universitaria que ha de publicar tu tesis para guardarla en el rincón más inencontrable de la biblioteca de tu facultad. También doy por hecho que no eres un político destacado (o lo fuiste), que contrata a un redactor profesional para que escriba tus memorias y que la publicación será automática. Entonces sólo te quedan unos cuantos caminos: 1) Juntar tus domingos o sacrificar unas vacaciones −lo que te podría costar el divorcio y el odio eterno de tus hijos pequeños−, ir a una imprenta −por el rumbo de Ciudad Universitaria abundan− y pedir que impriman tu libro tal como lo quieres y cuando lo tengas en las manos regalarlo a tus amigos y a tus familiares para darte el gusto. Ni se te ocurra enviarlo a las secciones culturales de periódicos y revistas porque ni siquiera te contestarán la carta que les enviarás (están muy ocupados trabajando y lo tuyo no es trabajo, han de ser boletos para un espectáculo o algo así). 2) Enviarlo a una gran editorial, por correo o tal vez entregarlo al policía de vigilancia y esperar. ¿Cuánto tiempo? Seis meses. Ja, ja. A los seis meses llamarás por teléfono y una secretaria distraída te preguntará: “¿Cómo dice que se llama su obra?” Repetirás por tercera o cuarta vez ese nombre que para ti tiene tanto significado y la muchacha te dirá: “No me han pasado el dictamen. Llame dentro de tres… no, mejor dentro de seis meses.” Después de que han pasado varios seismeses, la misma secretaria −o tal vez otra− te preguntará: “Cómo dice que se llama su obra?” Haciendo alarde de paciencia repetirás el título que para ti tiene tanto significado y es muy probable que ella responda después de una larga pausa: “Pues fíjese que no la tengo registrada, ¿me la puede mandar otra vez”. En cuanto cuelgues corre a leer el cuento Ante la ley, de Kafka, lo entenderás mejor esta vez. Si crees que eres escritor inténtalo de nuevo y otra hasta que te canses. Pero si estás convencido (a) de que eres artista, desprecia la situación y no insistas; no traiciones a Camus, quien dijo: “No hay destino que no se venza con desprecio”. 3) Puede ser que seas un genio y que el árbitro que debe fallar sobre tu libro se deslumbre y pida a su secretaria que te localice de inmediato porque quiere hacerte una propuesta editorial. ¡Felicidades! Si ese es tu caso no prestes atención a las dos opciones anteriores y mucho menos a la que sigue. 4) Busca una editorial independiente y ponte en contacto con el director o directora. Habla con esa persona y trata de darle una idea acerca de tu libro, tal vez un resumen venga bien. Si acepta leerte su juicio será importante y deberá aceptarte; probablemente te haga una propuesta que incluya tu participación económica en la elaboración de tu libro; si es una gente decente, la propuesta será decente y los gastos correrán por parte de ambos, editorial y autor. Los dos arriesgarán. Si esto funciona, haz todo lo posible porque, cuando salga tu libro, ni tú ni tu editor pierdan dinero.
¿Qué son las editoriales independientes? Alguien ha cuestionado la “independencia” de las editoriales independientes porque en ocasiones reciben subsidios o coeditan con instituciones culturales o universidades públicas o privadas. Otras veces publican obras premiadas que traen cierto aval con el premio. Está claro que son empresas que deben dejar dinero, no hacer caridad o dedicarse al altruismo; su independencia consiste, escuché decir a la directora de una de estas editoriales, en renunciar al capitalismo depredador y privilegiar la literatura por encima de la economía. Ese es su riesgo también, pero renuncian de antemano a la moda, al público poco exigente, a los temas facilones que se sabe que dejarán dinero de manera rápida.
Esta es la interpretación de un autor, los verdaderos argumentos en los que se basa una editorial independiente sólo puede darlos el editor mismo.
A manera de conclusión, quisiera recordar que la elaboración de un libro es resultado del trabajo de varios expertos que dedican su mayor esfuerzo a editarlo: el editor, el corrector de textos, el impresor, el diseñador y el autor que lo ha escrito. Y que cada uno de ellos vive de su trabajo, aunque el autor podría ser la excepción; por tanto, no debemos olvidar que hacer un libro cuesta dinero. El autor es una pieza más y mucho le convendrá para su salud mental no envanecerse más de la cuenta por haber escrito el texto; claro que es necesario para que el libro nazca, pero no es suficiente.