Ideas para escribir una novela IV: los personajes

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Conforme avanza el relato, se vuelve indispensable realizar algún alto: quiero saber la estatura, de qué número calza, cuál es el color de su cabello y de sus ojos, el tono de su piel, si tiene lunares o señas particulares, de los personajes principales y también de los secundarios más importantes; de ser posible, de todo aquel que vaya apareciendo en la novela. Es más cómodo trabajar así. No sé, nunca se sabe, si requeriré describir cada una de sus características físicas y psicológicas; tal vez nunca las mencione en el relato, pero quiero saberlas; yo, más que nadie. Es conocida la anécdota de Ibsen. El personaje denominado Nora, de “Casa de Muñecas”, se llamaba, en realidad, Eleonora, pero desde niña le decían Nora. ¿Desde niña? ¿Eleonora? En ninguna parte de la obra se hace referencia a la infancia del personaje ni a su nombre, pero Ibsen lo “supo” o lo tenía contemplado, por si se ofrecía.

El cuaderno va relacionado con el gusto por escribir a mano. Desde la aparición de las computadoras personales la predilección es por hacerlo en forma directa en el aparato. Con las laptop la batalla está casi ganada por esta última opción. Sin embargo, aún existimos piezas de museo que disfrutamos en gran medida la escritura a mano, en el cuaderno y con una pluma que se deslice tan rápido como se pueda. Yo confieso que me encuentro en un estado intermedio y a mi inveterada costumbre de escribir a mano, he ido accediendo cada vez con más frecuencia a hacerlo en la máquina, aun para una primerísima versión. No sé si le estoy diciendo adiós a una costumbre entrañable y me convenga ya incorporarme a los métodos contemporáneos.

Quizá no esté de más saber que el personaje de la novela que estamos escribiendo mide un metro con 78 centímetros, calza del número 28, comienza a quedarse calvo, su piel es de una blancura sonrosada y los ojos son grises con algunos tonos verdosos. Quién sabe si eso se dirá en la novela, pero hay que saberlo. No soy partidario de las descripciones detalladas de los personajes y de los lugares, porque hice mía la observación, no sé de quién, de que desde la aparición de la fotografía la descripción detallada en la literatura ha perdido su fuerza y estorba a otros elementos: ritmo, tensión y placer del relato. Léase la descripción meticulosa que hace Balzac de un inmueble de importancia para su relato: “Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en esquina de la calle del Petit-Lion, existía poco ha, una de esas valiosas casas que proporcionan a los historiadores la facilidad de reconstruir por analogía el antiguo París”. Sigue un párrafo de 18 renglones en donde “retrata” a cabalidad todo detalle de dicha casa. Es admirable, qué duda cabe, pero ¿qué lector contemporáneo desea detenerse tanto tiempo, no frente a la casa descrita, sino frente a la descripción de la misma? Probablemente ninguno. Además, está el hecho que no siempre percibimos: la literatura también evoluciona y los lectores, por consiguiente. Dejemos claro, de inmediato, que no estamos hablando ahora de un método que podría parecerse a la descripción pero que no lo es: me refiero a ese enjambre de nombres que utiliza Joyce en Ulises y que perfecciona en Finnegans Wake; quienes pueden leer la última novela del autor, refieren el capítulo de Anna Livia Plurabelle en el que se mencionan “unos seiscientos ríos; probablemente no todos los ríos del mundo, pero sin duda tantos como los nombres que Joyce pudo localizar.” En este caso, se trata de “ennumeración”, un método que tal vez arranca de muy atrás en la literatura: ¿no es una irritante e infatigable ennumeración los diferentes nombres populares que recoge Rabelais sobre cómo se han llamado los órganos sexuales masculinos a través del tiempo y las diferentes sociedades? y que Swift continúa en sus Aventuras de Gulliver, después corre por Flaubert en Bouvard y Pecouchet, llega a Joyce y acaba perfeccionándolo Beckett en su famosa trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable. Es esa lista de cosas que tanto gustaba a Humberto Eco.

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