Kafka y la tuberculosis
Todo se ha escrito acerca de Franz Kafka (1883—1924) ¿Todo? Al menos, mucho. Hay una abundante bibliografía sobre el autor y su obra, creación que, en su mayor parte, estuvo a punto de perderse; la historia es demasiado conocida y no insistiremos en ella aquí. Sin embargo, no abundan las referencias a los aspectos médicos de la enfermedad que al final lo condujo a una muerte que a todas luces podemos calificar de prematura (un mes antes de cumplir los 41 años): la tuberculosis pulmonar (TBP). Este ensayo debería ocuparse, en exclusiva, de lo sucedido en vida de Kafka después de la noche del 12 al 13 de agosto de 1917, fecha del primer síntoma grave, hasta el 3 de junio de 1924, año de su fallecimiento, pero resulta imposible no hacer referencia a fechas anteriores. Los biógrafos del escritor coinciden en señalar que fue precisamente en esa fecha cuando sufrió la primera hemoptisis o “vómito de sangre”. Unos meses después le confirmaron el diagnóstico. Tenía 34 años de edad. Lo registra en su diario: “Si he de morir o quedar totalmente inútil dentro de poco […] podré decir que me he destruido a mí mismo […] El mundo —con F. como representante— y mi yo, en su insoluble confrontación, destruyen mi cuerpo.” Y en el cuaderno decimosegundo, que debemos referirlo como su diario, el 15 de septiembre de ese año, anota (se dirige a sí mismo en segunda persona): “Hasta cierto punto, ahora tienes la posibilidad, si realmente existe tal posibilidad, de comenzar. No la desperdicies. Si quieres penetrar en ti mismo, no podrás evitar tanta suciedad que te desborda […] Si, como tú mismo dices, la herida de tus pulmones sólo es un símbolo, un símbolo de la herida cuya inflamación se llama Felice y cuya profundidad se llama justificación, si eso es así, entonces también son símbolos los consejos médicos (luz, aire, sol, reposo). Agarra ese símbolo.”
¿Dónde se contagió? No pertenecía a la clase favorita de la enfermedad: el proletariado, la población marginada. Tampoco vivía en condiciones de hacinamiento, ni su padre era un obrero y él, un desnutrido crónico, aunque sí una persona sumamente delgada. ¿Entonces? Se cree que el contagio pudo derivar de su inveterada costumbre de beber “grandes cantidades de leche no pasteurizada”. Se sabe, desde los descubrimientos de Pasteur, en el siglo diecinueve, que la leche bronca es una fuente muy común para el contagio por el Mycobacterium bovis, pariente cercano del M. tuberculosis y por esta misma bacteria. Estudios recientes hacen suponer que el M. bovis es un ancestro común entre el M. tuberculosis y el M. leprae, causante de la lepra. Una suerte de lemúrido del género micobacterias. Dos datos de interés surgen de inmediato: el primero es que el método de la pasteurización de la leche era ya práctica común en tiempos de Kafka; el segundo, que Kafka tenía “sus ideas” acerca de ése y otros métodos modernos: era vegetariano. Los vegetarianos, con frecuencia, ignoran y retan a los más elementales progresos científicos y suelen manejar un pensamiento elemental acientífico muy cercano a la ideación mágica: la importancia de “lo natural”; la negativa a tomar medicamentos alopáticos, su afición por la homeopatía. Kafka no sólo era vegetariano, sino que creía en la Cábala; esta práctica, “en la tradición judía, es un sistema de interpretación mística y alegórica de El Antiguo Testamento” que la emparenta con el esoterismo. El esoterismo es una forma de chifladura dentro de límites normales pero muy cercanos a la psicosis; se le parece en ese sentido a la certeza psicótica. El psicótico no duda de su conocimiento, no importa cómo haya llegado éste a él y, por supuesto, la demostración de algo que contradiga esa certeza es descartada de antemano. Una característica a la ciencia es que el experimento modifica el concepto, o como dice una investigadora: dato mata relato. En el paciente psicótico no hay experimento, y si hemos de creer a las teorías más recientes, la esquizofrenia es un defecto cognoscitivo; por tanto, pudiera ser que ni siquiera comprendiera el experimento. Más aún, no es necesario hacerlo; la ciencia formal no significa nada para él. ¿Para qué someter a la prueba experimental algo de lo que no se duda? Es un estado de iluminación. Y un gran consuelo. Los neuróticos, en cambio, dudamos todo el tiempo y logramos sublimarlo, nos convertimos en filósofos: en la duda concluimos no saber nada.
¿Estoy diciendo que Kafka era un psicótico crónico y que eso lo llevó al contagio de la tuberculosis y a la muerte prematura? De ninguna manera. Las consideraciones acerca de la salud o enfermedad mental entre los artistas y personajes famosos se han convertido en actividades especulativas y a final de cuentas suelen carecer de fundamento y basarse en los mayores lugares comunes: reflexiones dignas de “revistas del corazón”, pseudopsicología de programas de radio y similares. El diagnóstico psicopatológico resulta difícil cuando se tiene al paciente enfrente, cuando se realiza un exhaustivo interrogatorio directo y cuando se recaba toda la información con familiares y conocidos. Lo opuesto acerca de alguien que ha muerto, sabido sobre todo a través de un artificio —la obra de arte—, con información vaga sobre su vida, resulta frívolo e incierto. No quiero abordar ese tema. Si Van Gogh era esquizofrénico, Dostoyewski, epiléptico, Virginia Wolf maniaco-depresiva (bipolar, debe decirse ahora), son lugares comunes de los aficionados. Los lectores de años posteriores apenas alcanzamos a reflexionar de manera vaga acerca de conductas y costumbres, sin poder jamás asentar un diagnóstico con pretensiones psiquiátricas.
No. Kafka sería un místico, que no es lo mismo. Blanchot dice que según Max Brod, “cuyos comentarios tienden piadosamente a acercar al amigo que ha perdido”, el arte para Kafka se acercaría a la dimensión del conocimiento religioso. Y agrega: “El conocimiento de sí mismo (en el sentido religioso) es uno de los medios de nuestra condenación: sólo nos elevamos gracias a él, pero, también, sólo él nos impide elevarnos; antes de conseguirlo, es el camino necesario; después, es el obstáculo insuperable”. Dice el mismo autor francés que este razonamiento procede de la Cábala, de la cual Kafka era fiel creyente.
Estamos ante al escritor que más fascinación ha despertado entre la gente culta durante la segunda mitad del siglo veinte. Y entre la gente no culta, también. Las personas dicen: kafkiano, sin que, necesariamente hayan leído a Kafka. Sin embargo, no están equivocados al aplicar ese calificativo. Lo están usando como sinónimo de absurdo; está bien empleado, entonces. Una vez, durante una reunión en casa de una amiga, llamó mi atención la gran cantidad de figuras alusivas a Don Quijote que adornaban la estancia del departamento: pinturas, reproducciones en papel maché, azulejos con referencias claras. Esto se acompañaba del uso frecuente de la palabra quijotesco. ¡Caramba, había yo llegado a una de las regiones transparentes del pensamiento! Por los extraños laberintos que recorre la conversación accedimos al tema del libro Don Quijote. Mi sorpresa duró varios días —por lo visto persiste, ahora escribo de ello— al escuchar a mi amiga decir, con absoluta tranquilidad, que no había leído la novela de Cervantes, pero que el personaje le fascinaba y era su ideal. Estaba yo ante una catacresis: entender la metáfora desentendiéndose de su origen.
Con kafka y lo kafkiano sucede lo mismo. Franz tuvo una muerte kafkiana, aunque él mismo no supiera el significado del adjetivo que inventarían otros en su nombre. La enfermedad que le causó la muerte resultaba absurda: ¿y el neumotórax? ¿Y la buena nutrición para defenderse de la enfermedad? Estamos en los comienzos del siglo veinte. ¿O fue culpa de la ausencia de los tratamientos específicos que se desarrollarían unos años más adelante? Albert Camus y Thomas Bernhard fueron dos tuberculosos que lograron la curación pero, claro, vivieron algunas decenas de años después. ¿Se descuidó Kafka y desobedeció las indicaciones que sus médicos le habrían dado durante sus tratamientos? No lo sabremos. Sin embargo, podemos intuir una relación especial del escritor con la idea de la muerte, antes incluso de que la enfermedad hiciera su aparición. En su diario anota: “Al volver a casa dije a Max que, siempre que los dolores no sean demasiado grandes, estaré muy contento en mi lecho de muerte.”
Es el año de 1914 aún no se sabe enfermo. Ya portador del padecimiento, el propio Kafka escribe acerca de su enfermedad algo que nos deja helados: “Hace unos tres años empezó (la enfermedad), en plena noche, con un vómito de sangre. Me levanté alterado, como nos altera siempre una novedad (en vez de quedarme acostado, como después me recetaron) y, naturalmente, también un poco asustado; iba a la ventana, me asomaba, volvía al lavatorio, daba vueltas por el cuarto, me acostaba; la sangre no cesaba. No me sentía muy desdichado, porque poco a poco advertía, por una determinada razón, que después de tres, casi cuatro años de insomnio, podría por primera vez dormir, suponiendo que la hemorragia cesara. Cesó (no se repitió nunca más, por otra parte), y pude dormir durante todo el resto de la noche.” Se trata de una carta dirigida a Milena Jesenská, en 1920. El diagnóstico de tuberculosis, hecho en su momento, pareció llenar de esperanza a Kafka: por fin tramitaría su jubilación prematura y podría dedicarse de lleno a escribir. Curiosa manera de reflexionar sobre la evidencia de padecer una enfermedad grave que, en esa época casi siempre era mortal y en no mucho tiempo.
Se piensa en otro “beneficiado” por un diagnóstico: Gustave Flaubert, quien abandonó toda actividad académica en París a raíz de un “ataque” cuya causa nunca se aclaró del todo. Se trata, entonces, de dos inmolados a nombre de una religión extravagante: la literatura. Porque es inmolación lo que pareció practicar Kafka con su discreto regodeo por contraer una enfermedad crónica que lo apartaría por fin del trabajo que detestaba. A costa de su propia vida, como pudo verse tan sólo siete años después. ¿Habrá ello influido en los procesos terapéuticos que recibió? ¿Se habrá tratado de un enfermo negligente, de los que muestran “poco apego al tratamiento”, como se dice ahora? No lo sé. Las referencias a dichos tratamientos son escasas; quiero decir, testimonios verdaderamente médicos, no las de los biógrafos concentrados en la Vida y Obra de alguien famoso. Se conoce, eso sí, la conducta médica frecuente ante un enfermo tuberculoso; existía ya, para los tiempos de Kafka, una larga tradición acerca de las casas de “curación” de ese padecimiento. Escribe un autor de la historia de la enfermedad: “Los avances en el conocimiento de la tuberculosis (su agente causante, el mecanismo de transmisión, los primeros estudios epidemiológicos que demuestran su menor incidencia en ciertos climas) van determinando la aparición de unas instituciones peculiares denominadas genéricamente sanatorios para tuberculosos, situadas en regiones climatológicas favorables a la curación de esta patología. Su objetivo es aislar a los pacientes rompiendo la cadena de transmisión de la enfermedad, y ofrecer un ambiente de clima, reposo y dieta (al estilo de las casas de balneoterapia) adecuados a estos pacientes.”
La propuesta más antigua que se conoce data de 1840, y fue presentada por un médico inglés, Georg Badington. Más adelante, la idea se completaría así: Hermann Brehmer, médico nacido en Kurtsch (Silesia), estaba convencido de que el origen patogénico de la tuberculosis se encontraba en la dificultad del corazón para irrigar correctamente a los pulmones. De este modo postuló que las zonas elevadas con respecto al mar, donde la presión atmosférica favorecería la función cardiaca, mejorarían a estos enfermos. En 1854 se construye el que es considerado el primer sanatorio antituberculoso en Görbersdorf, Silesia, a 650 metros sobre el nivel del mar. [ La idea alcanza su mayor desarrollo en la segunda mitad del siglo XIX y en los inicios del siglo XX. Sir Robert Phillip crea en 1887 el primer dispensario antituberculoso del Reino Unido en Londres, y otro en Edimburgo en 1889. Este último, inicialmente un dispensario acabó ampliándose con un hospital para casos iniciales, otro para casos avanzados y, finalmente, una comunidad agrícola para convalecientes. A esta estructura se le conocería como 'Esquema de Edimburgo'.
Habrá que decir que un intento terapéutico de esta naturaleza resultaba pobre para el enfermo; representaba más bien un beneficio para la comunidad porque aislaba al contagioso. Es una medida útil desde el punto de vista de la salud pública, pero sin provecho alguno para el propio paciente. Ya se sabe que la primera reacción de la medicina oficial ante un problema de salud que no comprende y ante el que no tiene nada que ofrecer consiste en aislar al enfermo. Lo ha hecho con los psicóticos, con los leprosos y con algunos enfermos que han delinquido. Lo hace aún con los delincuentes a secas. Michael Foucault trata el tema en dos de sus libros: Historia de la locura en la época clásica que, como el nombre lo deja ver, se asoma a la conducta de la sociedad ante la locura a lo largo de la historia y en Vigilar y Castigar, recuento amplio de lo que las agrupaciones humanas han hecho con los transgresores de la ley. Lo quiso hacer con los enfermos de sida, pero no le fue posible: se trataba ya de otra sociedad y ese tipo de medidas restrictivas no operaban en pleno siglo veinte.
Fue Robert Koch quien, al utilizar una nueva técnica de tinción, vio por primera vez el bacilo tuberculoso en las lesiones producidas por la enfermedad llamada tuberculosis. Al comunicar su hallazgo a la Sociedad Fisiológica de Berlín, en 1882, se inicia una investigación profunda acerca de la posible prevención de la enfermedad y su curación. Esto podría lograrse, asegurará algunos años después, mediante la inyección de bacilos muertos (la tuberculina, obtenida por fin en 1890) para lograr inmunidad en los que recibieran la vacuna. En 1895 Wilhelm Konrad von Rontgen descubre el método de los rayos X, con lo que el diagnóstico y la evolución de la enfermedad podían ser observados casi directamente.
El siglo veinte comienza con un interés renovado por esa enfermedad, a la luz de los nuevos descubrimientos que ha dejado el anterior. En una estadística de 1900 la mortalidad por tuberculosis en Europa era de 200 muertes por cada 100,000 habitantes. Es decir que uno de cada 500 europeos no sólo estaba contagiado sino que moría por la enfermedad. La historia continúa así: “En 1902 se constituye en Berlín la Conferencia Internacional de Tuberculosis, en la que se propone como símbolo la cruz de Lorena. Durante las primeras décadas se producen nuevos avances en el tratamiento quirúrgico de pacientes con tuberculosis (ligadura de hilio pulmonar, neumonectomías […]), y proliferan en Europa las campañas sanitarias orientadas al control de la propagación de la enfermedad. En 1921 Albert Calmette y Camille Guerin producen la vacuna contra la Tuberculosis (BCG, Bacilo de Calmette-Guerin), empleando una variante atenuada del Mycobacterium bovis. En 1944, en plena Guerra Mundial, Albert Schatz y Selman Waksman descubren a partir de un pequeño hongo capaz de inhibir el crecimiento del Mycobacterium denominado Streptomyces griseus la estreptomicina (por lo que este último recibirá el premio Nobel de Medicina), con una eficacia limitada pero superior a los tratamientos dietéticos y balneoterápicos empleados hasta ese momento. Este hito se considera el comienzo de la era moderna de los tratamientos para la tuberculosis, aunque la verdadera revolución se produce algunos años después, en 1952, con el desarrollo de la isoniacida (hidracina del ácido isonicotínico), el primero de los antibióticos específicos que conseguirán convertir a la tuberculosis en una enfermedad curable en la mayoría de los casos. La aparición de la rifampicina en la década de los sesenta del siglo XX acortó notablemente los tiempos de curación, lo que hizo disminuir el número de casos nuevos de manera importante hasta la década de los ochenta.” Como podrá comprenderse, por simples razones cronológicas, Kafka no alcanzó ya los mejores tratamientos para esta enfermedad.
Vuelvo a mi preocupación anterior: ¿Habrán agotado Kafka y sus médicos todas las posibilidades terapéuticas de su tiempo? Ya quedamos (o ya quedé) en que los balnearios no servían al individuo, aunque fuera un intento razonable en términos de contagio a otras personas. En los tiempos de Kafka no había antibióticos ni isoniacida. Sin embargo, la cirugía estaba muy activa entonces: “De Cerenville reseca la quinta costilla para colapsar una caverna apical en 1885 y Carlo Forlanini realiza por primera vez con éxito un neumotórax terapéutico en 1892”. Consistía en inyectar aire en el espacio pleural que envuelve al pulmón, para colapsar parcialmente a éste y de esa manera cerrar una caverna tuberculosa sangrante. Thomas Bernhardt, el gran escritor holandés-austriaco, refiere ese tratamiento en su libro El sobrino de Wittgenstein y es de sospechar que el relato tiene fuertes tintes autobiográficos.
A duras penas intuimos una referencia a posibles tratamientos quirúrgicos para Franz: “En abril, Kafka fue a Austria para dejarse intervenir por médicos especializados”. ¿Se dejó? ¿Acaso antes no se dejaba? ¿Intervenir? ¿Quirúrgicamente? Estamos en abril de 1924, ¡sólo dos meses antes de morir! Dudo que hubiera una intervención quirúrgica en ese momento debido a la gravedad del padecimiento y a que la infección atacaba, además, a la laringe. El escritor había perdido la capacidad de hablar y alimentarse le significaba un sufrimiento. Ningún médico en esas condiciones indicaría el neumotórax. Párrafos antes, el autor de estas notas, Salfellner, refiere: “El Dr. Siegfried Löwy acude a Berlín asustado por las noticias sobre la salud de Franz, comunicadas por Dora a sus padres. Él logra convencer al testarudo Kafka para regresar a Praga.” ¿Testarudo? ¿Por qué no escribir deprimido, desesperanzado, suicida? Otra vez evito especular de más en esta dirección por lo mencionado antes: puedo terminar asentando una psicopatología acerca de la cual carezco de pruebas. Lo que sí puedo inferir es el concepto que tuvo de sí mismo el escritor a lo largo de su vida: siempre fue desastroso. Son conocidas sus comparaciones con animales, tanto en sus diarios como en sus cartas y también en su obra de ficción. Con un escarabajo en La metamorfosis —y que no me vengan con que sólo se trata de un personaje literario— Gregorio Samsa es Franz de cuerpo entero. Con un perro en El proceso: “Lo mataron (a Joseph K.) como a un perro”. Con un animal del bosque en una carta a Milena: “[…] yo, el animal del bosque[…] yacía en algún lugar en una hoja lodosa (como es natural, lodosa sólo a causa de mi presencia) […]” Para colmo (¿para colmo?), la elección de su nombre de judío converso hecha por alguno de sus antepasados hace referencia a un animal: Kafka, en checo, quiere decir corneja, especie de pájaro migratorio del norte de Europa, de la familia de los cuervos; no puede evitarse pensar en la afirmación lacaniana del nombre propio como un significante.
¿Son los escritores melancólicos inveterados, románticos irredimibles, para quienes el cuerpo ocupa siempre el último lugar de sus intereses? Quisiera responder que sí y colocarme, a mi vez, en la situación de un romántico inveterado para quien la escritura de ficción conlleva una personalidad especial proclive a los excesos dramáticos, como los de una enfermedad incurable. Sin embargo, saltan de inmediato los casos de los escritores-atletas, de los que hicieron alarde de talento literario y actividad física, de los aventureros pues: Hemingway, London. ¿El primero no era un deprimido crónico también? ¿No es el alcohol bebido en exceso una automedicación contra esa enfermedad y la ansiedad que siempre le acompaña? Hemingway bebió toda la producción de vino que se obtuvo en la España de su tiempo, más las cantidades de whisky que le pusieran enfrente; aburrido, ebrio, recorrió todo el país siguiendo el “tour” de las corridas de toros y en Pamplona corrió delante o detrás de los toros de lidia durante el San Fermín para, enseguida, vaciar una bota que podía contener lo que fuera, con alta gradación de alcohol. Y London, ¿no fue un aventurero en busca de emociones “fuertes”, manera interesante de un coqueteo poco disimulado con la muerte?
¿Qué tienen los escritores que viven al filo de la navaja? Por un lado, escriben para no morir, bella expresión psicoanalítica para denominar esa lucha contra el instinto de muerte. Por el otro, cada vez que pueden, la convocan y parecen desearla de manera más o menos velada. ¿Kafka no? ¿Por qué no? ¿Porque era un hombre en extremo pacífico y pasivo, que apenas salió de su ciudad natal y jamás corrió riesgo alguno de manera deliberada? Sostengo que la supuesta pasividad es una mentira, un simple barniz de algo más profundo en su visión de las cosas. Por lo contrario, no sólo se arriesgó más que otros, sino que alcanzó su objetivo: morir joven y concluir pronto con el trámite. ¿Cuál trámite? El de vivir, por supuesto. Ya mencionamos a Blanchot: interpreta esa contradicción en la que vive Kafka: “El escritor es, entonces, el que escribe para poder morir y el que tiene su capacidad de escribir por una relación anticipada con la muerte. La contradicción subsiste, pero se ve bajo un aspecto distinto […] se puede presentir que, si Kafka se dirige a la capacidad de morir a través de la obra que escribe, ello significa que la obra es de suyo una vivencia de la muerte, de la que al parecer es preciso disponer de antemano para llegar a la obra, a la muerte”. Y otra vez se remata el fragmento anterior con una cita textual de uno de los Diarios citando al autor checo: “Las razones que me impulsan a escribir son múltiples y las más importantes, a mi parecer, son las más secretas. Ésta puede ser, sobre todo: poner algo al abrigo de la muerte.”
Estamos en 1922; Franz se sabe condenado sin remedio.
Es conocida la anécdota de Kafka, relatada por uno de sus amigos, en la que se encuentran varios camaradas en un edificio de la Plaza del Ring, en Praga, cerca de donde vivió la mayor parte de su vida; Franz asoma a la ventana para comentar: “Aquí estaba mi instituto; allí, en ese edificio que sobresale, la Universidad, y un poquito más a la izquierda, mi oficina. En este pequeño círculo —y trazó con el dedo un par de pequeños círculos— está encerrada toda mi vida.” Sólo hizo viajes esporádicos a ciudades o balnearios no muy lejanos; abandonó pocas veces Praga en toda su vida. En su etapa final, lo hizo por recomendación médica a una casa de salud a las afueras de Viena. Iba muerto para entonces, pero nadie se lo había dicho. Llegó en abril de 1924 al lugar; murió en junio de ese año. Fue en Berlín donde se encontró muchas veces con Felice Bauer para disfrutar de su amor. ¿Y otros lugares de Europa? En forma muy escasa. ¿Y América? Su imaginación y sus personajes fueron los mejores instrumentos de esas visitas. De ninguna manera fue un incansable viajero al Oriente, como Flaubert y mucho menos un hombre de acción, como los ya mencionados. ¿Por qué, entonces, no murió viejo, rodeado por sus sobrinos —pues era obvio que nunca se casaría—, gozando del reconocimiento nacional y tal vez internacional a esas alturas, jubilado por razones de edad y no por incapacidad física, y escribiendo los gruesos volúmenes de sus memorias? Por una de dos razones: porque sufrió una forma grave de tuberculosis o porque sufrió una forma grave de tuberculosis y nunca le importó. Que es como decir, porque cometió suicidio de manera subrepticia.
¿Kafka fue un melancólico crónico según se desprende de sus diarios y cartas en diferentes épocas de su vida? Siempre se califica a sí mismo de monstruo, de desdichado, de enfermo, de loco, de débil. Con más razón sabiéndose tuberculoso. En una carta a Max Brod, en 1922, le dice: “En esta noche de insomnio, dándole vueltas a todo esto en mi doliente cabeza […] he descubierto qué débil o qué inexistente es el suelo sobre el que vivo.” Y agrega: “Mas lo dicho sólo vale admitiendo que yo —tal es verdaderamente mi caso— aunque no escriba, soy escritor; pero un escritor que no escribe es un monstruo que está desafiando a la locura.”
Es conocida desde hace tiempo la asociación entre la tuberculosis y la depresión, al grado de que, el descubrimiento de uno de los primeros medicamentos antidepresivos, la iproniazida (Marsilid) se hizo cuando se modificó la molécula de la isoniazida, antibiótico muy utilizado en el tratamiento de la tuberculosis a mediados del siglo veinte. Se esperaba encontrar una mayor potencia antibiótica y lo que se descubrió fue una acción fuertemente antidepresiva en los pacientes. Esta percepción de sí mismo tan desajustada y siempre a la baja en Kafka conmueve; es típico en el juicio del deprimido; escribía en forma continua, su correspondencia es abundantísima y sus diarios abarcan un buen número de Cuadernos en octavo. ¿Querría decir: un escritor que no publica? ¿Qué no es reconocido? Quién sabe.
En ese estado afectivo no es de extrañar que el “hallazgo” de su enfermedad y la confirmación diagnóstica representen un alivio para él. ¿Tanto así? ¿Ser diagnosticado de una de las peores enfermedades de su tiempo contenía una ventaja? Equivaldría a enterarse, en la actualidad, de que se es portador de VIH-sida o, peor aún, que se sufren los síntomas de cáncer. Uno de sus biógrafos no duda en sostener esta hipótesis y me uno a ella; cito: “No obstante, Kafka experimenta una cierta satisfacción ante la presencia de la atraída enfermedad” (subrayado del autor referente a una afirmación del propio Franz) —“es casi un alivio” (escribió el escritor a un amigo). Más adelante, se vuelve a referir textualmente una carta de Kafka: “[…] la libertad, la libertad ante todo. Por otra parte, está, además, la herida, de la cual sólo es símbolo la herida del pulmón.” Así, Wagenbach afirma que, con la aparición de la enfermedad, Kafka se libra del matrimonio, solicita por primera vez la jubilación adelantada de la compañía donde trabaja y fantasea con la idea de dedicarse sólo a escribir. Ese biógrafo llega a decir que Kafka provoca la afección, pensamiento que nos suena exagerado en la actualidad pero que va encaminado en el mismo sentido: la enfermedad como una liberación.
En este tono, Franz ya no nos parece tan deprimido. Sólo un tanto neurótico, en la medida de cargarse de obligaciones que no le importan y dejar la práctica de su única pasión: escribir. Tal vez, la estratagema se le salió de control: la forma de tuberculosis que sufrió fue de enorme gravedad hasta convertirse en mortal. Como esos pseudosuicidas que no calculan bien el riesgo que corren en su intento y encuentran la muerte mientras fantasean con ser salvados.