Los escritores ante la enfermedad

Los escritores enferman como cualquier persona; la percepción que cada uno de ellos tiene sobre su propio padecimiento y el impacto que el de alguien querido significa en la vida de un autor y su probable influencia sobre su obra, variará. 

Aquí no trato de hacer diagnósticos de personajes ilustres que ahora están muertos; algo así, violaría uno de los principios básicos de la medicina: el diagnóstico se hace con la entrevista personal del paciente (incluyendo las maniobras de exploración) y con la ayuda del interrogatorio indirecto; se completa con los enormes avances tecnológicos dentro de los estudios que se llaman de laboratorio y gabinete. Lo que intento es comentar la actitud del escritor una vez que se sabe o se supone portador de una enfermedad. O la sospecha en un ser querido. Flaubert se supuso y lo han diagnosticado epiléptico; Kafka padeció tuberculosis, sin lugar a dudas; la hija de Joyce sufrió una enfermedad mental devastadora. Tres grandes escritores reputados como los pilares de la novela moderna. Y hay información de otros más que iremos mencionando. Quizá por esa razón, por su fama y su importancia, existe abundante información sobre las circunstancias de su vida. Eso favorece la investigación que se haga sobre ellos. ¿Cómo reaccionamos ante la idea de portar un padecimiento crónico, grave o mortal? Más allá del interés diagnóstico, en el fondo intento conocer un aspecto más acerca del acto creativo de los grandes artistas y la influencia que pudo tener su relación con la enfermedad en ese proceso.

Aquí presento la situación de algunos autores que en mi opinión guardaron una relación especial con la enfermedad que les diagnosticaron y que marcaron no sólo su destino como personas, sino como creadores también: Flaubert deja la universidad y se encierra a realizar su obra en absoluta soledad porque se cree epiléptico; Kafka recibe un retiro prejubilatorio debido a la tuberculosis; el caso de Joyce varía un tanto: no me ocuparé de sus propias enfermedades, la de los ojos, que casi lo deja ciego, su manera excesiva de beber o la úlcera duodenal perforada que le produjo peritonitis y finalmente la muerte, sino de la relación que tuvo con la enfermedad de otro (su querida hija Lucía): la esquizofrenia. ¿Acaso incidió en su obra? En su vida sin duda y según opinión de algunos, en su trabajo literario también, como se mencionará más adelante.

La elección de estos tres escritores para comenzar no fue casual. Tuvo que ver con preferencias personales; de otra manera, el tema puede volverse interminable. Por descontado se da que los escritores no enferman o mueren de otras causas que el resto de los humanos. Mueren por suicidio (Hemingway), de la caída de un caballo (Faulkner), de tuberculosis pulmonar (Kafka), de insuficiencia hepática (Bolaño), de delirium tremens (Joseph Roth). Mueren por causas médicas, no divinas, aunque Tetis diría lo contrario.

La enfermedad acompaña a la humanidad desde sus orígenes. A las demás especies vivas también, por cierto. Es, para todos, un encuentro inevitable. Y reaccionamos ante ella con nuestra personalidad entera. Los genios también la viven, la sufren y en ocasiones se rinden ante ella.

También trataré en su momento el problema ético que puede significar nuestra insaciable curiosidad por conocer la vida de los demás, especialmente de los famosos. Y de las consecuencias que este afán puede traer consigo.

Comienzo por uno de mis inevitables favoritos: Flaubert.

 

Gustave Flaubert y la epilepsia.

Gustave Flaubert (1821-1880), al igual que otros escritores, tuvo una relación peculiar con su salud. Para comenzar digamos que su enfermedad fue un beneficio para sus futuros lectores y para su vocación, la literatura. Sus “ataques” (entre comillas porque nunca se aclaró del todo el diagnóstico) sucedieron en momentos en que debía sumergirse en el estudio de los artículos con sus incisos, de las Leyes inviolables y del aprendizaje sobre el buen funcionamiento de una sociedad. Al menos, de su funcionamiento legal. Esta profesión en extremo importante, habría dado lugar a un desconocido Licenciado Flaubert, mientras que al abandonar la profesión, se hizo famoso por inventar un oficio: el oficio de escritor.

Gustave era hijo y hermano de cirujanos, nieto de médico (el doctor Fleuriot, padre de su madre) y desde pequeño observó a su padre realizar autopsias desde una ventana a la que tenía prohibido asomarse. Relativamente prohibido porque su padre era médico-jefe del Hotel Dieu, de Rouen, nombre que se le daba al hospital principal de las ciudades en Francia, y si algo deseaba el doctor Flaubert era que sus hijos siguieran sus pasos profesionales. Lo había logrado ya con el mayor, Achilles, el mayor, y tal vez abrigaba las mismas expectativas con el pequeño Gustave. Consiguió a medias su propósito, porque si éste no siguió la carrera médica, optó por otra de las profesiones liberales tradicionales: el Derecho. De cualquier modo, el contacto de Gustave con la enfermedad, los pacientes, la muerte y el olor a cloroformo sucedió desde su infancia: vivía en el hospital, como era la costumbre para la familia del director del mismo.

El futuro abogado tenía otro destino; aparecería en él, desde muy joven, una vocación avasallante que nada contendría: la literatura. Entre estas dos actividades medió un ángel guardián: la enfermedad. Cursaba sus primeras materias en la universidad en Paris cuando sufrió una de sus famosas crisis, que describió muy bien uno de sus amigos más cercanos, Maxime du Camp: “Gustave palidecía súbitamente, su vista parecía nublarse, todo le parecía de color dorado. Bruscamente, se desplomaba, a menos que hubiera tiempo de correr a su lecho. Profería un lamento desgarrador, y le sobrevenían las convulsiones. Finalmente, quedaba sumido en un sueño profundo.”

No deberíamos dudar del diagnóstico que en aquel entonces se le hizo y que se ha sostenido a través de los años: epilepsia. Se habla de desplomarse y eso quiere decir la palabra: epi, arriba, lapso, caer. Caer desde arriba. Una fracción de tiempo es una caída del tiempo, una suspensión, pues. Gustave mismo hace la descripción de su padecimiento, siendo ya escritor: “… a los veintiún años, he estado a punto de morir de una enfermedad nerviosa, producida por una serie de irritaciones y de penas, a fuerza de vigilias y de cóleras. Esta enfermedad me duró seis años. (Todo lo que hay en Santa Teresa, en Hoffman y en Edgar Poe, yo lo he sentido, lo he visto: las alucinaciones me son comprensibles).”

De acuerdo a la edad que reconoce el escritor, corría entonces el año de 1842. Al parecer, Gustave no es muy preciso en las fechas o no del todo memorioso; por datos indirectos, no parece haber duda de que la primera crisis la sufrió en el año de 1843, al final de sus exámenes del primer año, examen que reprobó, y de las vacaciones que le siguieron. Dice Lottman, su biógrafo más reconocido: “Sabemos que Gustave fue a Rouen de vacaciones, luego a Trouville y a Deauville… Iba con Achille (su hermano)… Las riendas las llevaba Gustave… De pronto, Gustave cayó hacia atrás en el cabriolé... Achille creyó que su hermano había muerto.” A menos que hubiera habido luna, no se daba el efecto estroboscópico de una luz intermitente colándose entre las ramas de los árboles, causa frecuente de crisis en los epilépticos, por lo que no habría un estímulo especial para desencadenar esa primera crisis: eran las nueve de la noche y era invierno.

Enseguida asoma la discusión: la del diagnóstico médico, el cual renglones arriba pusimos en duda. ¿Por qué? Porque la evolución de la enfermedad de Flaubert no se parece en nada a la evolución clásica de la epilepsia. En una época en la que no existía ningún tratamiento específico, ni siquiera se habían descubierto los barbitúricos, el padecimiento evolucionaba hacia el deterioro o al menos hacia el aumento de la frecuencia de las crisis. Esto se debe, de acuerdo a las investigaciones neurofisiológicas de los últimos años, a un fenómeno llamado kindling en la bibliografía anglosajona. El fenómeno de kindling o encendimiento propone que durante una crisis convulsiva las neuronas vecinas a las que descargaron modifican su polaridad eléctrica también, aunque no participen en la descarga. Conforme se repiten las crisis, una circuitería concéntrica cada vez mayor continúa dicho aprendizaje, hasta que basta con estímulos sumamente pequeños para que se continúen presentando las crisis. El fenómeno se ha convertido en un modelo experimental ideal para los investigadores: mediante la estimulación de baja intensidad de una zona pequeña del cerebro del gato con 20 milivoltios cada vez no producía efecto alguno visible, es decir, una convulsión. Tras la aplicación diaria de la misma descarga, sin variar jamás la intensidad, el animal terminaba presentando una crisis convulsiva; su cerebro había “aprendido” a convulsionar mediante este mecanismo de ondas centrípetas a partir del punto estimulado. Como lo explica el neurofisiólogo mexicano Fernández-Guardiola: “El procedimiento llamado encendimiento o Kindling, producido por la repetición de estímulos eléctricos subumbrales en la sustancia gris (principalmente en las estructuras límbicas y corticales) produce un estado permanente de sensibilidad o umbral bajo para la generación de convulsiones.”

En el caso que nos ocupa, de acuerdo a la clasificación de la Liga Internacional de Lucha contra la Epilepsia (LILE) —máximo organismo mundial sobre el tema— la ubicaríamos dentro de la forma de epilepsia de aparición tardía (mayores de veinte años), la cual suele ser de más difícil control ya que se espera que su causa sea de origen grave que requiere tratamientos en ocasiones muy radicales: medicamentos a dosis elevadas y por largo tiempo, neurocirugía cuando se trata de un tumor, de una malformación congénita vascular o de una parasitosis.  Flaubert enfermo evolucionó espontáneamente hacia la curación. Seis años después de sufrir la primera crisis (que nunca queda claro si siguieron más o una sola y si esa crisis única fue realmente epiléptica), no volvió a presentar una y fue para siempre. A los veintisiete años sin mediar más tratamiento que un retiro conventual en la casa paterna, el enfermo cura. Después de esa edad nada sucede en la vida del escritor que nos sugiera la aparición continuada de las crisis de supuesto origen epiléptico. Y sin embargo, si bien la descripción de lo que le sucedía, hecha por el propio Gustave, tiene el tono poético que caracterizará siempre a su prosa, la narración de un testigo, Du Camp, es clínicamente intachable. ¿En qué quedamos entonces, fue o no fue epiléptico Gustave Flaubert? Y la única respuesta posible es: quién sabe, por la razón que hemos explicado: si los diagnósticos neurológicos y psicopatológicos son difíciles teniendo al paciente frente a nosotros y después de realizar una exhaustiva Historia Clínica —que incluye sin falta un inmejorable interrogatorio indirecto—, sostener un diagnóstico retrospectivo con las contradicciones señaladas se hundirá siempre en el vago campo de la especulación. Contamos con el dato, eso sí: siendo estudiante de leyes en París, Gustave sufre una crisis: había perdido el conocimiento, tal vez convulsionado, aunque nadie lo constata y permanece confuso en la postcrisis. ¿Se trató de una típica crisis convulsiva tónico-clónica generalizada característica de la epilepsia? Nunca repitió de la misma manera, aunque algunos biógrafos hablan de “sus crisis”. La mencionada ILAE (LILE), rechaza el diagnóstico ante la crisis única. Por tanto, ¿fue epiléptico Flaubert? Pudo tratarse de una crisis vagal y hasta de un episodio histérico. Nunca se sabrá a ciencia cierta. ¿De verdad Flaubert sufrió dos o más crisis idénticas y el criterio de “crisis única” no aplica en este caso? Sin embargo, cabe preguntarse: ¿Cuál era la condición emocional de Gustave esos tiempos universitarios en los que sufrió la primera crisis? Como Kafka, Flaubert sufrió de una verdadera graforragia en lo que a las cartas se refirió y eso nos ayuda a sus admiradores subsiguientes a conocer algunos recovecos de su intrincada personalidad. Así, nuestro escritor, a los 22 años de edad (teóricamente ya sufrió su primera crisis, pero no es posible estar seguro de ello) escribe a su hermana: “A veces me dan crispaciones y me muevo con mis libros y mis notas como si tuviera el baile de San Vito o como si padeciera del mal caduco, el de la edad senil.” Probablemente se refería a las enfermedades llamadas Corea de Sydenham y Parkinson, respectivamente. Y podemos leer la respuesta de su amigo de la universidad, Alfred Le Poittevin, ante una carta, con seguridad gemebunda, donde Gustave le comunicaba su decisión de abandonar la carrera: “Tengo ganas de ver cómo se toma el Padre (de Flaubert, el Dr. Achilles-Cléophas) la resolución que me anuncias de clausurar con el diploma tu vida activa.”

Volvamos sobre el tema del diagnóstico. Su biógrafo más acucioso, Herbert Lottman, husmeó por todos lados acerca de la supuesta epilepsia de Flaubert y debo citarlo con amplitud: “La lengua francesa tiene una palabra especial para definir un estado que presenta los mismos síntomas que la epilepsia sin ser la epilepsia: epileptiforme. Se ha empleado esta palabra para definir el ataque sufrido por Flaubert … en enero de 1844, así como para sus ataques posteriores. Durante toda su vida, Flaubert, su familia y sus amigos evitaron emplear la palabra epilepsia, y cuando poco después de su muerte Maxime Du Camp se decidió a pronunciarla, los amigos del escritor se escandalizaron.” Más adelante, el biógrafo remata: “En 1857, año en que se publicó Madame Bovary, y unos cinco años después del último ataque del que tenemos testimonio preciso, Flaubert explicó en una de sus cartas cómo se había curado: ‘Por dos procedimientos: primero, estudiándolo científicamente, es decir, dándome cuenta cuándo se producían, y, segundo, gracias a la fuerza de mi voluntad.?’” (Los subrayados son de Lottman). Llama nuestra atención ese pensamiento poco científico de Flaubert para creer que la epilepsia puede curarse con fuerza de voluntad. Y la evolución que podría esperarse de la enfermedad dejada a su evolución natural, sin que se prescriba tratamiento alguno.

Pero el problema no quedó allí: a finales del mes en que presentó el primer ataque sucedió uno segundo. Flaubert guardó cama, recibió todos los tratamientos de la época, incluyendo sangrías, purgas y sanguijuelas. Tuvo tal impacto emocional en el escritor (y en su madre, hay que decirlo), que le llevó a abandonar la carrera de Leyes, la Universidad y convertirse, de allí en adelante, en “El ermitaño de Croisset”, dedicado durante los siguientes casi cuarenta años, a encontrar las palabras justas (la mot just) para la página perfecta. Nunca trabajó, en el sentido de poseer un empleo y ganar un salario, ni siquiera cuando se arruinó económicamente. Cumplió el ideal de Kafka: dedicarse solamente a escribir. En sus propias palabras, según su correspondencia, la enfermedad representó un alivio: “Mi enfermedad me ha dado, por lo menos, la ventaja de permitirme que me ocupe de lo que quiero” (escribir), comunicó a Louise Colet en una carta.

 

El idiota de la familia.

¿Por qué ese nombre tan despectivo para un niño prodigio, un genio y “el padre de la novela moderna”? Por la época en que vivió y la familia a la que perteneció. Y porque a Sartre le gustaban las paradojas. En el siglo diecinueve, pertenecer a una familia de destacados médicos, en uno de los momentos cumbre de los descubrimientos de esa ciencia y dedicarse a nada, es decir, a escribir, a observar los atardeceres, a redactar encerrado en un estudio, tener poca vida social y fantasear, era un asunto de idiotas. ¿El hijo de Aquiles Cleophas no hace nada? Escribe. Por eso, no hace nada, ¿con ese padre, con ese hermano? ¿Qué eran esos estados de distracción del pequeño Gustave mientras el señor cura le hablaba y el niño no respondía y parecía ido? ¿Será idiota este niño?, llegó a pensar el doctor Flaubert. La génesis de un artista.

Pero, admitámoslo: la bella y romántica historia de Gustave abandonando una carrera universitaria (medicina en la imaginación, primero, Leyes en la realidad, después) para dedicarse de lleno a la literatura es una leyenda, nos dice Lottman. Flaubert habrá brincado de gusto cuando se trató de volver a su provincia y olvidarse de la universidad en París. Existen datos suficientes para aceptar que su primera y única vocación fue la literatura y que lo otro se debió a presión familiar: a los 10 años de edad ya había leído el Quijote, al menos lo podía citar y conocía la historia, aunque tal vez el conocimiento de la obra lo haya adquirido en una de esas versiones para niños; y desde los nueve acostumbraba escribir pequeñas historias para representaciones teatrales delante de la familia en el Hotel Dieu, de donde era director su padre, el Dr. Aquiles Flaubert. Podemos suponer que se trató de un niño prodigio, un Mozart de la literatura quien, a los diez años era un dramaturgo lleno de imaginación y que a los 19 o 20 escribió su novela de iniciación, Noviembre, precursora de una de sus obras emblemáticas: La educación sentimental. ¿Quién puede escribir una novela de iniciación, con el elemento autobiográfico que el género suele contener, a una edad tan joven, si no alguien que se sabe escritor desde la más temprana juventud? Esto debe hacernos reflexionar en dos temas: 1) la verdadera vocación del burgués proveniente de una familia de médicos tanteando cuál profesión liberal estudiar y renunciando a las dos para decidirse por la literatura; y 2) el sorprendente título del libro de Sartre que se ocupa de su vida y su obra: El idiota de la familia.

¿Debemos entonces no tomar muy en serio el papel de la enfermedad de Flaubert en el decurso de su vocación y no considerarla en absoluto a la hora de juzgar la obra? No, debemos tomarla en serio, con tal de que no perdamos de vista su verdadera vocación: escribir.

Actualmente, en los países subdesarrollados, pensar en la literatura puede parecer un actividad de nada. Con seguridad, en el siglo 19 también, aunque se viviera en un país europeo. Ese es el sentido que Sartre da al título de su ensayo. Define, asimismo, lo que llamamos el oficio de escritor; inaugura la profesión. ¿Shakespeare? Un actorzuelo. ¿Cervantes? Militar. ¿Milton? Era ciego, qué puedes exigirle. ¿Flaubert? Un escritor profesional. ¿Y eso qué es? Un estudioso de Flaubert y traductor al español de la novela Noviembre, Ricardo Cano Gaviria, nos dice que Gustave debió tardar unos dos años en la redacción de esa novela y que, para entonces, hemos anotado, Flaubert era ya un autor consumado, en el sentido de tener obra y dedicar muy buena parte de su tiempo a la escritura; no hablamos aquí de su calidad, tema bastante difícil de precisar. La Enciclopedia Británica nos describe un curriculum envidiable para un escritor normal: a los 16 años aparece publicado su primer trabajo en la pequeña revista Colibrí; también a esa edad escribe Memorias de un loco (sobre su pasión amorosa por Elise Shclesinger, 15 años mayor que él), La danza de los muertos y Smarsh y la ya mencionada Noviembre entre los 19 y 21 años de edad; además de las obritas de teatro infantil que representaba junto con su hermana. Para cuando ingresa a la Facultad de Derecho en París es ya un escritor con experiencia y un niño prodigio como mencionamos antes. ¿Es de extrañar que un año después sufra su primera crisis epiléptica o pseudoepiléptica? Se sumarán dos tragedias personales en los siguientes años: la muerte del padre en 1846 y unos meses después la de su hermana Caroline; conclusión: no podía dejar sola a su madre y Paris, la universidad y una profesión liberal se convertían en un estorbo, más que en una realización personal. Ese mismo año conoce a Louise Colet, musa y amante durante varios años y se gesta en su imaginación el esbozo de sus grandes obras, entre ellas, Madame Bovary, que inicia en 1853.

La enfermedad, como en el caso de Kafka, le vino de perlas; la madre sobreprotectora que suplicó al padre (pocos años antes de su muerte) que permitiera a Gustave permanecer en Croisset para no exponerlo a la vida agitada de París y las obligaciones de la universidad, hicieron su parte.

Fue una liberación, claro, aunque contenía su némesis. En sus cartas, Flaubert toca el tema del tedio y del sufrimiento que le causaba el esfuerzo para encontrar la palabra justa, la frase afortunada; escribe a Louise Colet: “Desde el lunes pasado he dejado todo lo demás, y toda la semana he trabajado exclusivamente en mi Bovary, fastidiado por no avanzar… A veces, cuando me encuentro vacío, cuando la expresión se niega a venir, cuando, después de haber garabateado largas páginas, descubro que no he hecho ni una frase, caigo sobre mi diván y allí permanezco alelado, en un pantano interior de hastío.”

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